La Cuaresma es tiempo de purificación: quizá sea esa la síntesis por excelencia del espíritu de este tiempo. Se trata de una purificación moral y espiritual, que ha de llevarse a cabo sobre todo en relación con el pecado y sus adjuntos, pero que no excluye otras dimensiones. Una de ellas, por qué no, es la eclesial; no aquí en el sentido de purificación «comunitaria», sino de la propia adhesión del cristiano a la Iglesia de la que forma parte, como miembro del Cuerpo Místico de Cristo que es.
Hablar de dimensión eclesial, a la vez, denota aspectos canónicos, pero también profundamente teológicos. La plena comunión con la Iglesia, en efecto, a partir del triple vínculo doctrinal, sacramental y jerárquico, expresa una realidad mucho más honda y sutil que la mera proclamación verbal del símbolo de la fe, la participación externa en los ritos litúrgicos, y el acatamiento de la autoridad de Papa y obispos. Todo ello es necesario, desde luego, pero se imponen al mismo tiempo ciertas precisiones, para evitar errores por exceso y por defecto. Especialmente en tiempos de Fidducia Suplicans, y otras catástrofes por el estilo.
Louis Bouyer, en su obra «La descomposición del catolicismo», dedica aproximadamente un largo capítulo a la tensión desatada, en el marco del post concilio, entre lo que llama «progresismo» e «integrismo», proyectando una mirada crítica sobre ambos fenómenos, y advirtiendo al mismo tiempo una sutil continuidad entre ellos, a partir del análisis de la figura del sacerdote francés Felicité de Lammenais. Si bien el tópico, más de 50 años después, puede resultar trillado, entendemos que la gravedad de la situación actual dentro de la Iglesia, amerita nuevas reflexiones en esa línea, ya que se trata de una dinámica que se reproduce permanentemente desde entonces, bien que ahora de manera agudizada. En efecto, el avance de la heterodoxia entre las filas del clero y el episcopado; la ambigüedad permanente de las declaraciones pontificias; y finalmente, la publicación de documentos curiales inconciliables con la doctrina de la Iglesia, plantean un desafío a la fidelidad de los católicos, en un escenario que hace tan sólo 10 años hubiera resultado inimaginable. La pública reacción de buena cantidad de obispos, cardenales y teólogos, de escasos precedentes en la historia más reciente, evidencia lo insólito del panorama.
Precisamente esta reacción, y desde hace un tiempo hasta el más elemental sensus fidei, contribuyen a consolidar una convicción, bien fundada desde el punto de vista dogmático por cierto, pero quizá algo oscurecida por el mayor relieve adquirido por la autoridad pontificia en la edad moderna: no todo lo que hace o dice el Papa (a fortiori, los dicasterios romanos) ofrece las mismas garantías de verdad, ni se halla por tanto exento de error y crítica, que en muchos casos puede y debe ser severa. Si bien es cierto que dicha crítica debe observar una forma, y sobre todo, un límite, en muchos casos resulta (especialmente para obispos y cardenales) una obligación. Tal actitud tiene antecedentes ya en el Nuevo Testamento, y debe reinar en ese sentido una sana libertad de espíritu, ajena a todo remilgo, y a los malabarismos para salvar lo insalvable; sobre todo cuando los pronunciamientos en cuestión versan sobre las materias más peregrinas.
La anterior mención de la conocida obra del P. Bouyer, viene también a cuento de algo que esta vez queremos destacar, y que no por lo desolador de la actualidad eclesial, deja de ser un peligro del que es menester guardarse. Decíamos que aquél ponía de manifiesto la sutil continuidad entre el error y la reacción que dicho error provoca; sólo tomando conciencia de ello, será posible evitar la trampa que se encuentra con frecuencia del lado de la reacción. En relación al tema que nos incumbe en particular, quizá el denominador común (a saber, al error y a la reacción opuesta) no sea sino una deficiente comprensión de la realidad de la Iglesia, bien que de signo mutuamente contrario.
En una entrevista desconocida para nosotros hasta ayer nomás, nuestro compatriota recientemente fallecido, el Dr. Jorge Ferro, decía de manera incisiva: «En todos nosotros se agazapa un inquisidor frustrado, que es la corrupción de la actitud alerta en defensa de la verdad. Pero con la «primavera de la Iglesia» y el despelote omnipresente, por reacción se agravó, como llamas en un pajar seco, este síndrome en el palo tradi, en mucha gente corta de luces, que no quiere saber nada de «cosas raras» y se ufana de certezas, ¡ay!, muchas veces racionalistas paradójicamente mixturadas con devociones privadas que rozan la superstición. Estos denuncian y se encocoran, lanzan anatemas y excomuniones sin efecto alguno, y desahogan su mal humor»[1]. Vaya como homenaje la cita al benemérito doctor, que viene en nuestra ayuda para ilustrar con bastante exactitud, y mucha más autoridad por cierto, lo que queremos aquí señalar.
Es cierto que en el texto citado no hay una referencia explícita ni exclusiva al misterio de la Iglesia como tal, pero sí a realidades que forman parte de su vida. No debe olvidarse, en este sentido, que tanto la doctrina como la liturgia, por mencionar solo los elementos de mayor importancia, existen en la Iglesia, a través de ella. Esto no implica en manera alguna subordinar la verdad a la autoridad, ni la Revelación al Magisterio; sino simplemente constatar la realidad inconcusa de que nada de ello es recibido de manera inmediata por cada uno de nosotros, ni en el espacio ni en el tiempo, sino a través de la Iglesia, instituida por Cristo con este fin.
Hacen bien, pues, muchos autores contemporáneos de sana doctrina, en poner de manifiesto el derrotero histórico que ha desembocado en una suerte de moderno absolutismo eclesiástico, según el cual la autoridad sería la medida de la verdad y el error, del bien y del mal; y frente a la cual sólo cabría el más completo acatamiento[2]. Pero es menester no olvidar que tanto autoridad como obediencia tienen una dimensión sacramental y teológica, y no meramente jurídico positiva. Las famosas cartas de San Ignacio de Antioquía son una bella muestra de que así lo ha entendido la tradición, sin perjuicio de las deformaciones posteriores.
¿A qué viene todo esto? A la necesidad de prevenir, con inmensa comprensión pero a la vez con firmeza, lo que entendemos riesgoso para la salud de muchos cristianos fieles, y abrumados por tanto por un panorama eclesial verdaderamente aterrador. De una manera ciertamente misteriosa, la Iglesia es tan una, santa, católica y apostólica como siempre; y por eso mismo esos atributos permanecen sólo suyos, y no de grupo alguno en particular, por enfática que resulte su profesión de fidelidad a la tradición. Nadie puede reivindicar la plena posesión de la pura doctrina, como residiendo de manera exclusiva en comunidades o círculos sin una mínima sujeción a la jerarquía eclesiástica constituida, ni inserción alguna en el organismo eclesial tal como lo conocemos: diócesis, parroquias, órdenes, etc. El designio de Dios es irreversible respecto de la naturaleza y misión de la Iglesia por Él instituida, de manera tal que no habilita sustitución alguna en aquellas cosas que son de su competencia, por grandes que sean las defecciones de los representantes que van y vienen.
No ignoramos que se trata de una cuestión delicada, y de que más de uno podría considerar como sutilezas innecesarias reflexiones de este tenor, mientras por otro lado se profundiza la decadencia de la Iglesia «abierta al mundo». Quizá la manera de calibrar su importancia pase por entender que no es sino una consecuencia de la revolución progresista, manifiesta tanto en los errores que proclama, como en las fisuras que produce, y las reacciones que genera, que sólo cuando son llevadas hasta sus últimas consecuencias muestran su verdadera naturaleza.
No es el objeto de estas líneas brindar una orientación inmediata, desde el propio (y modesto) punto de vista; sino sólo general. Desde luego que la misma debe ser aplicada en concreto, a partir de un discernimiento en cada caso, sin soluciones unívocas para muchos de ellos. Existen cuestiones puntuales abiertas a discusión; y respecto de algunos temas, como la liturgia, la controversia suma varios capítulos a lo largo de las últimas décadas. Pero para abordarlo todo, serían menester otros tantos artículos, empresa muy por encima de nuestra capacidad.