En un círculo del Infierno de cuyo número no me quiero acordar, entrará cierto día un pecador para vagar en la sombra eternamente. No será uno de esos pecadores que hoy repudian la Iglesia católica, aunque de poco le valdrá no haberlo sido. El alma en pena de la que hablo será la de un católico, o al menos la de alguien que en vida se consideraba como tal, frecuentaba los sacramentos y decía seguir a Cristo. Poco tiempo después de entrar en el Infierno (es problemático si en el Infierno hay tiempo, pero de algún modo tenemos que entendernos), el alma de la que hablo verá a lo lejos otra alma que le resultará familiar. «¿Será él?» -se preguntará en un primer momento-. Pero la pregunta será superflua. Lo habrá reconocido de inmediato, y así se lo comunicará a un compañero de suplicio que tendrá a su lado:
– ¡Pero si es el padre Puente!
– ¿Y quién es ese?
– Es, después de mí y del diablo, el mayor responsable de que yo me encuentre aquí.
– ¿Cómo es eso?
– Acompáñame y lo verás.
Las dos almas en pena irán entonces al encuentro de la tercera, que se hará la despistada como un moroso al paso de su fiador.
– ¡Padre Puente! -gritará el católico.
Pero el padre Puente permanecerá exteriormente ajeno a la llamada, aunque ésta habrá recorrido todo su ser como un relámpago de vergüenza. El católico y su compañero de suplicio se posicionarán entonces de manera ineludible para el padre.
– ¡Padre Puente! -volverá a gritar, con los brazos y las manos interrogantes.
– ¿Es a mí?
– ¡Por mi madre que es a usted! ¿Es que no se acuerda de mí?
– Ahora no caigo.
– Efectivamente, porque ya no puede caer más: está en el Infierno. Pero no me hará creer que se ha olvidado de mí, cuando allí arriba, en el peregrinaje de los mortales, fue usted mi pastor durante tantos años.
– Guié a muchas personas, no me acuerdo de todas.
– ¿Guió? Dirá mejor que las arrastró, al menos si con todas tuvo el mismo éxito que ha tenido conmigo. Soy Marcos. ¿Acaso no se acuerda?
– Marcos, Marcos... ¡Ah, Marcos! Sí, ahora lo recuerdo. Efectivamente, eras uno de los tantos que me seguían y cumplían a rajatabla todas mis ocurrencias. ¿Qué tal todo?
– Usted me dirá... -responderá el católico mirando a su alrededor-. Tendrá algo que decir de mi situación.
– ¿Yo? Yo me lavo las manos.
– Muy lacónico, pero lo de lavarse no parece que le haya ido bien hasta ahora, a juzgar por el lugar en el que se encuentra. ¿Es que no esperaba que se cumplieran las palabras del Señor: «Yo estoy en contra de los pastores. Les pediré cuentas de mi rebaño»?
– ¿Qué quieres que te diga?
– Oh, nada, nada. Pero allí arriba era usted mucho más hablador, tenía un tono muy seguro, tenía respuesta para todo. Ahora que me ve en el Infierno ¿no tiene nada que decir?
– Estas cosas pueden pasar.
Hasta aquí el católico se mostrará comedido dentro de su enfado, pero las últimas palabras del padre Puente desencadenarán un torrente de elocuente indignación que distraerán de su tormento al mismo Mahoma.
– ¿Que estas cosas pueden pasar? Sí, ya lo veo, y lo compruebo en mi cuerpo y en mi alma. ¡Valiente respuesta! Pero la cuestión es que usted me dijo que esto no pasaría ¿se acuerda? En primer lugar, insinuó muchas veces que este lugar ni siquiera existía, que era un cuento de viejas para los católicos de los primeros tiempos. Pues yo le digo que el cuento de viejas no me está haciendo maldita la gracia. Además, usted me aseguró que yo no pecaba haciendo aquellas cosas que usted bien sabe, que los tiempos habían cambiado, que Dios era misericordioso (recuerdo que esto lo repetía sin cesar), y que aquello que en otros tiempos era pecado ahora estaba totalmente permitido. Yo, por supuesto, imbécil de mí, creí todas sus palabras, y me parecía usted el sacerdote más bueno, compasivo y humanitario del mundo. Ahora ya no me lo parece tanto, o mejor ¡no me lo parece nada! No estoy eludiendo mi culpa, no se crea, pues conozco que por mi libre albedrío pude siempre elegir el lado correcto, que pude dirigirme a otros sacerdotes menos simpáticos a corto plazo, aunque mas simpáticos eternamente, y que en fin si usted engañaba a mí me encantaba ser engañado. Pero, reconociéndome como la parte principal en mi perdición, al menos no me negará que usted tiene alguna responsabilidad sobre mi actual estado, y que traicionó el deber más sagrado que Dios ha confiado a sus ministros: decir la pura verdad a los fieles para procurar su salvación. En fin, ahora pagará eternamente por sus propios pecados y por los que me facilitó a mí, pero qué se le va a hacer ¿no? ¡Estas cosas pueden pasar!
El padre Puente escuchará todo este reproche muerto de la vergüenza que no tuvo en vida. No será una de sus menores torturas el tener que soportar este tipo de escenas por toda la eternidad, y recibir los reproches de parte de tantas almas diferentes como fieles contribuyó a condenar. El mal católico, por su parte, tendrá que soportar ver al padre Puente todos los días de esa eternidad que no tiene días.
Sabedlo ahora que es tiempo: en el Infierno, el mayor suplicio de los condenados será pasarlo con aquellos que contribuyeron a su perdición.