Lo poco que resta del año queda enmarcado entre dos conmemoraciones: la litúrgica de hoy -los Santos Inocentes- y la histórica del 31, primer aniversario de la muerte del papa Ratzinger. La relación entre ellas va más allá de su cercanía en el calendario y de que fuese precisamente un 28 de diciembre cuando Benedicto XVI entrase en agonía. La matanza de los niños de Belén, que hace ya demasiado tiempo que nos evoca la lacra infamante del aborto, nos interpela cada año recordándonos la sacralidad de la vida desde el momento de su concepción y agravando el crimen con la mención a la inocencia de la infancia.
Será precisamente esta inocencia la que salga a relucir en un conocido episodio de la infancia de Joseph Ratzinger. En la Navidad de 1934, escribió una carta al Niño Jesús pidiéndole unos regalos. Rezaba así: «Querido Niño Jesús, pronto bajarás a la tierra. Quieres traer alegría a los niños. También a mí me traerás alegría. Quisiera el Volks-Schott [un popular misalito bilingüe de la época], una casulla verde y un Corazón de Jesús. Quiero ser siempre bueno. Saludos de Joseph Ratzinger». Impresiona comprobar cómo en estas pocas líneas escritas por un niño de siete años estaba ya casi completamente definido el posterior sacerdote, arzobispo y papa Ratzinger que hemos conocido. Ahí están ya presentes en el misalito su inmenso amor a la tradición litúrgica de la Iglesia; en la casulla, su vocación sacerdotal; y en la imagen, su humildad y sencillez de corazón, modeladas según el de Cristo. Finalmente, casi estremece su anhelo de santidad: «quiero ser siempre bueno», que evoca el hermoso candor de la infancia y resume todo el paraíso perdido de la Europa cristiana.
Muchos han sido los análisis hechos de la obra del teólogo y muchos también los concernientes a su pontificado, y serán más y acaso más agudos los que de ahora en adelante se enriquezcan con la perspectiva del tiempo y la imparcialidad de la distancia. Sin embargo, para quienes durante aquellos años dejamos atrás la inconsciente alegría de la juventud, el pontificado del papa Benedicto nos conservó el optimismo, y al recordar su figura no podemos sustraernos a la tentación de hacerlo con una emotividad casi de niños. Desde su primera salida a la logia de las bendiciones un sentimiento de confianza y seguridad nos recorrió de arriba a abajo. La impresión pronto se vería confirmada por la sabiduría y claridad de su magisterio y por cómo nos hizo gozar con la esperada vuelta a los altares de la Misa tradicional, enseñándonos con ello que «lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande».
Sin embargo, como cabía esperar, su pontificado no estuvo exento de la contestación de quienes, como Herodes, continúan angustiados por el miedo a perder su reino terrenal, y para los que Benedicto XVI suponía su contrapunto. Su luminoso discurso de Ratisbona, sin ir más lejos -porque fue en su propia patria-, fue rechazado y respondido con una dureza inusitada por la élite que encabeza la actual cultura occidental. Aquellos ataques, no obstante, contribuyeron a una mayor unidad de los católicos con su persona, en una conmiseración que, al recordarla ahora, casi emociona.
En este año de ausencia del papa Ratzinger, el incierto camino emprendido por Roma nos ha permitido reconocer una vez más el extraordinario valor que tiene toda vida humana, también hasta su último día. Más allá de cuanto se llegó a especular entre su renuncia y la elección de su sucesor sobre la existencia de una suerte de papado compartido, ahora comprobamos cómo durante este periodo de retiro en que Benedicto XVI permaneció voluntariamente despojado de cualquier poder, reducido al papel de mero «abuelo en casa», con su oración y con la sola autoridad de una presencia que remordía, indudablemente sostenía a la Iglesia.
Pablo J. Pomar Rodil