No son muchos los datos históricos que conocemos con seguridad sobre santa Cecilia, noble romana que vivió hacia finales del siglo II e inicios del III. Sin embargo, la Iglesia de Roma le ha otorgado un puesto de honor, mencionándola en el canon de la misa junto a otras seis mártires, hecho que demuestra la especial relevancia de su culto ya desde los primeros siglos.
Las primeras referencias documentales acerca de Cecilia datan del siglo V, en que aparece citada en el Martirologio jeronimiano y, especialmente, en un texto hagiográfico dedicado a ella, la Passio Cæciliæ, cuya tradición recogerá y enriquecerá en el siglo XIII el dominico Jacobo de la Vorágine en su Leyenda áurea[1].
Según la tradición hagiográfica, esta joven cristiana había consagrado su virginidad a Dios, si bien sus padres decidieron casarla con un hombre pagano, de nombre Valeriano. En la noche de bodas, Cecilia le explicó que ella estaba consagrada a Dios y él debía respetar su pureza, dado que un ángel la custodiaba. Valeriano, movido por inspiración divina, cree a su esposa y le pide ver a dicho ángel, pero Cecilia le indica que primero debe bautizarse. Valeriano acude entonces en búsqueda del papa Urbano I, quien se hallaba escondido, y esa misma noche recibe el bautismo de sus manos. Al regresar a casa, encuentra a Cecilia con el ángel, quien entrega a los esposos sendas coronas tejidas de rosas y azucenas del paraíso, en señal de la pureza en que han aceptado vivir. Entonces el ángel pregunta a Valeriano qué desea y este responde que querría que también su hermano Tiburcio fuera bautizado. Este, tras sentir el aroma de las flores, y habiendo escuchado el testimonio de los esposos, decide abrazar la fe.
Desde entonces Valeriano y Tiburcio, junto con Cecilia, dedicaron sus días a la práctica de obras de misericordia, asistiendo a los pobres y dando sepultura a los mártires cristianos. Sin embargo, los hermanos fueron encarcelados y, negándose a ofrecer sacrificios a los dioses, fueron degollados en la Vía Apia. Su carcelero, Máximo, al ver cómo unos ángeles se acercaron a los cuerpos exánimes para llevarse al cielo sus almas, también se convirtió y sufrió asimismo el martirio. Estos tres mártires son conmemorados juntos el 14 de abril.
También a Cecilia le llegó el momento de abrazar el martirio, ante el asombro de los guardias de que una joven prefiriera morir antes que renunciar a Dios. La narración de Jacobo de la Vorágine pone en boca de Cecilia estas valientes palabras acerca del martirio, con las que habría conseguido convertir a muchos otros:
«Con mi muerte no perderé mi juventud, sino que la cambiaré por otra. Voy a hacer un buen negocio en el que saldré ganando mucho. Voy a dar barro para obtener oro. Voy a permutar este cuerpo vil en el que mora mi alma, por otro incomparablemente más valioso. Voy a ceder un rincón oscuro y angosto a cambio de una plaza inmensa y perfectamente iluminada. Decidme: si alguien os ofreciere unas cuantas monedas de oro por otras tantas de cobre, ¿no acudiríais presurosos a efectuar tan ventajoso trueque? Entended bien esto: si nosotros damos a Dios una unidad, Él la acepta y acto seguido corresponde a nuestra generosidad dándonos cien unidades del mismo género».
Cecilia fue condenada a morir en agua hirviendo en su propia casa. Sin embargo, tras estar toda la noche en la caldera y no sentir calor alguno, se la intentó decapitar con la espada. El verdugo, tras tres golpes, no consiguió separar la cabeza de su cuerpo, si bien las heridas que le infringió acabaron por causarle la muerte tres días más tarde, en los cuales Cecilia pudo repartir sus bienes a los pobres, pedir a Urbano que se hiciera cargo de aquellos a los que había convertido y que construyera un templo en su casa. Su fallecimiento es fechado el 16 de noviembre, según la tradición recogida en el martirologio romano, y su cuerpo fue sepultado en las catacumbas de San Calixto, en la Vía Apia.
Como es habitual en los oficios medievales de los santos, el texto de su passio fue tomado para componer las antífonas y responsorios para su fiesta, así como las lecturas del segundo nocturno de maitines. Por tanto, la Iglesia al celebrar a esta santa, canta a lo largo del oficio varias de las escenas de su vida aquí descritas.
Según su deseo, la casa de Cecilia se convirtió en un templo cristiano, la basílica de Santa Cecilia en Trastevere, de la cual se tienen noticias, al menos, desde el siglo V. En el año 821 el papa Pascual I, tras tener una visión, encontró el cuerpo incorrupto de Cecilia en las catacumbas y mandó construir un nuevo templo de mayores dimensiones, trasladando los restos de Cecilia a su basílica. El ábside se decoró con un mosaico presidido por un Pantocrátor, acompañado por los santos Pedro, Pablo, Ágata, Valeriano y Cecilia, así como el propio papa Pascual, quien porta el modelo del templo.
Ya tras el Concilio de Trento, la Iglesia necesita poner especial énfasis en el culto a los santos, por haber sido este atacado por los protestantes: el cardenal César Baronio había emprendido un estudio crítico de los textos hagiográficos y publica una nueva edición del martirologio en 1586; por otra parte, se vive un gran interés por las reliquias de los santos, como prueba visible de su autenticidad. En este contexto, Paolo Sfondrato, cardenal presbítero de la basílica de Santa Cecilia en Trastevere, emprende en 1599 la búsqueda del cuerpo de la santa que Pascual I había trasladado a la basílica, encontrándolo incorrupto y con las heridas del cuello. Sfondrato encarga entonces a Stefano Maderno una escultura de mármol en que Cecilia está representada en la posición yaciente en que fue encontrada. Esta magnífica obra fue colocada bajo el altar mayor de la basílica, donde puede admirarse a día de hoy.
Al observar el mosaico de la basílica, puede verse que la santa no porta ningún atributo musical. Realmente, la asociación de Cecilia con este arte parece ser posterior, y se justifica a raíz de una frase de su passio: «Cantantibus organis illa in corde soli Domino decantabat dicens: fiat, Domine, cor meum et corpus meum immaculatum, ut non confundar», que se podría traducir como: «Mientras sonaban los instrumentos, ella cantaba al Señor en su corazón, diciendo: Haz, Señor, que mi corazón y mi cuerpo se conserven inmaculados y que no me vea confundida». Esta frase hace referencia al momento previo a las bodas, cuando Cecilia, temerosa de perder su virginidad consagrada a Dios, ayunaba y rezaba pidiendo por su pureza. Los instrumentos (organis) serían los de los músicos que se preparaban para ejecutar sus melodías en la ceremonia, mientras Cecilia cantaba «en su corazón», es decir, rezaba. Litúrgicamente, esta cita se emplea como primera antífona de laudes y vísperas, así como primer responsorio de maitines.
Habitualmente se dice que, hacia finales del medievo, estas palabras se debieron entender de forma muy literal, pensando que Cecilia verdaderamente cantaba, mientras la palabra organis se entendió no ya como instrumentos musicales en general, sino como el órgano en particular (que no existía en época de Cecilia). De este modo, desde el siglo XIV empieza a representarse a la santa con un órgano portativo (órgano de pequeñas dimensiones que se usaba en la Edad Media). Muy probablemente este atributo surge como una necesidad para identificar visualmente a Cecilia entre otras mártires, en lugar de portar una palma de forma anónima[2]. En el imaginario colectivo la imagen del órgano estaba ya muy en relación con la santa: desde el siglo XIII, las miniaturas representan la boda de Cecilia con un músico tocando el órgano y, además, las palabras «cantantibus organis» abren su oficio y se repiten varias veces a lo largo del mismo e, incluso en algunos lugares, en la misa.
En cambio, algunos autores han sugerido que podría existir una conexión con la música más profunda, justificada en la liturgia. La estación en la basílica de Santa Cecilia en Trastevere se celebra el miércoles posterior al segundo domingo de Cuaresma, siendo la epístola tomada del capítulo 13 del libro de Ester. Esta termina con la siguiente frase: «Converte luctum nostrum in gaudium, ut viventes laudemus nomen tuum, Domine, et ne claudas ora te canentium, Domine, Deus noster» («Vuelve nuestro duelo en alegría para que viviendo cantemos, Señor, himnos a tu nombre, y no cierres la boca de los que te alaban, Señor, Dios nuestro»). Esta lectura en la liturgia cristiana vendría heredada de la práctica hebrea, ya que el libro de Ester era leído en la sinagoga en la fiesta de Purim (en la que el pueblo judío celebra su salvación de la matanza a mano de los persas), la cual viene a coincidir alrededor de estas fechas. La fiesta de Purim era celebrada por los judíos (y sigue siéndolo) de forma muy festiva y con gran participación musical.
Esta cita de Ester expresa la idea contraria a otros pasajes bíblicos en que, en un contexto de penitencia por los pecados cometidos, debe silenciarse la música, asociada con el carácter festivo: «Se ha trocado en duelo mi cítara, y mi flauta en voz de plañideras» (Job 30, 31); «huyó de nuestros corazones la alegría, nuestras danzas se han tornado en luto» (Lam 5, 15).
Este tipo de pasajes son frecuentemente decorados en manuscritos iluminados con instrumentos tirados en el suelo. Ocurre también en muchos graduales en su primera pieza, el introito del primer domingo de adviento, Ad te levavi animam meam (Sal 24), donde es frecuente encontrar la inicial decorada con el rey David haciendo penitencia, despojado de su corona y con su arpa en el suelo. El texto de este salmo se emplea también en el ofertorio de ese domingo, el cual, curiosamente, se repite en la misa estacional en Santa Cecilia.
Con todos estos elementos, se ha sugerido que la identificación musical con Santa Cecilia podría nacer como una respuesta a la invitación de Ester: así como el pecado de David le había obligado a dejar la música para convertir su alegría en penitencia, Cecilia, al aceptar con fe y alegría los tormentos del martirio, retoma simbólicamente la música de David[3].
Un famoso óleo es el Éxtasis de Santa Cecilia (1514) de Rafael, realizado para la capilla que Elena Duglioli dall’Olio dedica en su honor en la iglesia de San Giovanni in Monte de Bolonia. Elena, beatificada en 1828, tuvo que casarse contra su voluntad, por lo que, a imitación de Cecilia, convenció a su marido para vivir en castidad. La obra de Rafael alaba esta virtud: Cecilia lleva un cinturón negro y está acompañada por cuatro santos relacionados con la castidad (Juan Evangelista, Pablo, Agustín y María Magdalena). Cecilia, en éxtasis, contempla a los ángeles que cantan en el cielo, mientras ella lleva un órgano en las manos, en el que parece tener poco interés. Otros instrumentos de cuerda y percusión (asociados a la música profana) están, al igual que en las representaciones de David, arrojados en el suelo y sin cuerdas, como significando un desprecio a los placeres mundanos. Rafael parece expresar aquí, de acuerdo con la última teoría expuesta, la idea contemplativa de una música interior, que Cecilia cantaría simbólicamente junto a los coros angélicos y que sobrepasa en belleza cualquier música humana[4].
En el siglo XVI, los maestros flamencos empiezan a representar a la santa no solo portando el órgano, sino también tañéndolo, pasando pronto a asociarse directamente a Cecilia como organista. No es casual que sea este el siglo que vea surgir, primero en área flamenca, numerosas confraternidades de músicos bajo el patrocinio de la santa, las cuales empezaron a organizar grandes festejos en el día de su fiesta, el 22 de noviembre. En Roma Sixto V funda la congregación de Santa Cecilia en 1585, a la que pertenecería Giovanni Pierluigi da Palestrina, y que ya en 1838 se convirtió en una academia papal de gran prestigio internacional de la que formarían parte numerosos compositores europeos.
Por supuesto, desde que los músicos toman a la santa como su patrona, es muy abundante la producción de motetes en su honor, especialmente entre los compositores flamencos e italianos del XVI. Uno de los textos más frecuentemente puestos en música es, precisamente, Cantantibus organis.
En el ámbito hispánico parece que Cecilia no gozó de este patrocinio musical en un primer momento: en el siglo XVI no constan especiales festejos celebrados por los músicos en su honor, ni tampoco la composición de motetes para su fiesta. La excepción la constituye Dum aurora finem daret (texto tomado del último responsorio de maitines) del sevillano Francisco Guerrero y que, probablemente, pudo haber compuesto para su visita en 1558 al emperador Carlos (de origen flamenco) en su retiro en el monasterio de Yuste.
En los siglos sucesivos, el patronazgo musical de Cecilia se extendió universalmente, creándose en todo el mundo numerosas asociaciones y orquestas con su nombre. La iconografía acabará por representar a la patrona de los músicos tocando no solo el órgano, sino también otros instrumentos, como el laúd, el violín o el arpa. Además, se ha compuesto numerosa música en su honor, como las célebres misas de Joseph Haydn o Charles Gounod. Asimismo, el movimiento de renovación musical que la Iglesia promovió desde finales del siglo XIX, en búsqueda de un espíritu más sacro en la música litúrgica, tomó el nombre de cecilianismo. Y, por supuesto, aún a día de hoy, los músicos siguen celebrando devotamente su fiesta cada 22 de noviembre.
Santa Cecilia debe ser ejemplo de santidad no solo para los músicos, sino para todos los creyentes, por sus tres virtudes principales: «la virginidad, el celo apostólico y el valor sobrehumano que la hizo arrostrar la muerte y los suplicios; triple enseñanza que nos proporciona esta sola historia cristiana»[5]. Terminemos con una plegaria de Dom Guéranger, primer abad de Solesmes y gran promotor del canto gregoriano, quien pide a la santa que interceda para que en nuestras almas suene siempre una bella armonía agradable al Señor:
«Una comparación que se lee con frecuencia en los Padres de la Iglesia hace de nuestra alma una sinfonía, una orquesta, symphonialis anima. Tan pronto como la gracia la anima, se mueve y vibra al compás de los pensamientos y de los sentimientos del Salvador, como el aire que a través de los dedos del artista pone en vibración al órgano. Ese es el bello concierto de las almas puras, que Dios escucha con mucho placer […].
Dígnate, oh Cecilia, obtenernos la armonía constante de nuestra voluntad con nuestras aspiraciones virtuosas y posibilidades de bien. Dígnate además convencernos de que el estado de gracia, vida normal del cristiano, no consiste ni en la simple abstención del mal ni en la parsimoniosa y glacial observancia de los mandamientos, sino en una actividad llena de alegría y de entusiasmo que sabe dar a la caridad y al celo toda la amplitud y la suavidad de sus movimientos»[6].
Notas
[1] Una traducción al español de la historia de Cecilia puede encontrarse en: Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada (Alianza, 1982), vol. 2, pp. 747-753.
[2] Esta teoría está desarrollada en: John Rice, Saint Cecilia in the Renaissance. The Emergence of a Musical Icon (University of Chicago Press, 2022).
[3] Esta teoría está desarrollada en: Thomas Connolly, Mourning into Joy: Music, Raphael, and Saint Cecilia (Yale University Press, 1995).
[4] Dom Prosper Guéranger, Sainte Cécile et la société romaine aux deux premières siècles (Firmin Didot, 1874).
[5] Dom Prosper Guéranger, El año litúrgico (Aldecoa, 1956), vol. 5, p. 887.
[6] Ibid., p. 893.
Publicado originalmente en el Boletín «Laudate», 26. Noviembre 2023