Recuerdo que cuando enseñaba este tema en clase, tenía bastantes alumnos que se creían que la ausencia de sentido común de la Iglesia en cuestiones de sexualidad era total. Mi tarea por tanto consistía en mostrarles que no era así, y que las enseñanzas de la Iglesia son muy racionales. Por ello ante el problema sobre cuántos hijos hay que tener les decía que para la Iglesia "este juicio son en último término los propios cónyuges quienes deben formarlo delante de Dios” (Concilio Vaticano II. Gaudium et Spes nº, 50). “El juicio acerca del intervalo entre los nacimientos y el número de los hijos corresponde solamente a los esposos”(Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de Doctrina social de la Iglesia, nº 234). Los demás (familiares, sacerdotes, amigos, médicos, incluso el Estado) somos meros consejeros. Por supuesto que es muy de desear que los esposos procuren actuar a la luz de la fe y buscando realizar la voluntad de Dios. Para ello, habrán de tener en cuenta su propio bien y el de sus hijos, nacidos o futuros, así como las circunstancias materiales y espirituales y el bien de la familia, de la sociedad y de la propia Iglesia,
Es indudable también que para que esta actitud sea correcta, es conveniente e incluso necesario que los esposos puedan tener acceso a una buena información que les permita plantearse con seriedad y rectitud este problema y sus implicaciones. La paternidad responsable o la regulación de nacimientos no se puede entender en el sentido único de una drástica reducción en el número de hijos, pues hay que tener el convencimiento de que los hijos son don precioso de Dios y superar ese miedo al hijo que ha invadido y, de qué modo, a nuestra sociedad occidental. Por ello paternidad responsable puede también suponer aumentar la familia.
Recordemos, además, que es muy bueno, especialmente para los mismos niños, tener con quien jugar y acostumbrarse a compartir sus cosas, incluidos sus juguetes. En este punto recordemos a las familias numerosas, especialmente dignas de elogio, si los padres cumplen con su misión procreadora y educativa con responsabilidad y generosidad. De ellas ha dicho Benedicto XVI: “En el actual contexto social, los núcleos familiares con muchos hijos constituyen un testimonio de fe, de valentía y de optimismo, pues sin hijos no hay futuro” (3-XI-2005). Este testimonio de los padres hace que sea más fácil que los hijos arrastrados por el ejemplo vivan los valores, se ayuden entre sí y vayan creciendo y madurando adecuadamente. Estas familias son una auténtica riqueza para la Sociedad y para la Iglesia y un testimonio vivo de fe y alegría para los futuros cónyuges y para otros matrimonios.
En todo caso, “en su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia que interpreta auténticamente esa ley a la luz del evangelio” (GS, 50).
Por ello, si unos cónyuges, por motivos que ellos juzgan honrados y razonables, deciden dilatar la venida del primer hijo, o no tener de momento más hijos, o espaciar nacimientos, es sumamente conveniente para que conserven abierto el espíritu de generosidad y el deseo de jugar limpio con Dios, que esta decisión no sea definitiva, sino revisable cada cierto tiempo en función de las circunstancias cambiantes de la vida matrimonial, (por ejemplo cada seis meses), a menos que sean motivos irreversibles, como una edad ya avanzada. Una prole numerosa puede ser signo de generosa fe en la providencia, pero también de desenfreno o despreocupación; mientras que una familia reducida puede ser síntoma de egoísmo, pero también de castidad previsora o sencillamente de que no han llegado más niños.
Personalmente, creo hemos de ser muy respetuosos con la decisión de los esposos sobre el número de hijos, aunque desde luego recomiendo encarecidamente, a menos que haya motivos muy graves, que tengan más de un hijo, porque más que comodidades y caprichos, los hijos necesitan hermanos y hermanas, pues qué duda cabe que los hermanos, pese a sus discusiones, se quieren y ayudan mutuamente y pueden así practicar uno de los grandes valores humanos: el de la fraternidad. No es fácil educar con naturalidad y la conveniente austeridad al hijo único, especialmente si la decisión se toma por egoísmo o comodidad, porque el resultado suele ser que sean hijos flojos y poco responsables a quien además le faltan esos grandes educadores que son los hermanos. El hijo solo está a la vez demasiado mimado, privilegiado materialmente y desfavorecido en la medida en que debe aprender a vivir en una cierta soledad, y no se beneficia ni de la coeducación, ni del sentido del compartir, lo que tiene consecuencias en su modo de ser. Además, fijándose en él todo el amor, todas las angustias y atenciones de sus padres, puede verse paralizado por el exceso de atención.
Pero puede suceder que, aunque el hijo no sea deseado, llegue sin embargo. Estos hijos no deseados son, pese a ello, a menudo profundamente queridos y muy bien recibidos, porque aunque materialmente traen problemas, afectivamente son una fuente de alegría para toda la familia.
Ahora bien, un matrimonio son dos personas, por lo que es muy importante el esfuerzo por avenirse y sintonizar con el parecer del cónyuge, pues la falta de acuerdo en este punto del proyecto de familia que ambos deben realizar, es muy seria y ocasiona con frecuencia traumas graves. No siempre sin embargo es posible el acuerdo mutuo y puede haber discrepancia de pareceres, obligando entonces un cónyuge a otro a actitudes aparentemente pecaminosas: “Sabe muy bien la Iglesia santa, que no raras veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo soporta al permitir, por una causa muy grave el trastorno del recto orden que aquél rechaza, y que carece por tanto de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado a su consorte”.(Pío XI, Encíclica Casti Connubii, nº 59) Es decir, si carece de culpa carece de pecado, pero conservando la obligación de intentar ayudar a su comparte.
Pedro Trevijano, sacerdote