Son distintas las miradas de los curiosos que escrutan nuestras palabras o silencios, nuestras presencias o ausencias cuando los cristianos en general y los obispos en particular entramos en la liza de la plaza pública sin encaramarnos en los púlpitos habituales. Las cosas públicas nos dicen que no son objeto de nuestra reflexión, empujándonos al ostracismo hasta sellar nuestros labios censurando la palabra o emparedando nuestra presencia en el rincón de lo sacral. El mutismo y la invisibilidad es lo que desean algunos como escenario cotidiano de la presencia cristiana en toda la trama social: en el mundo de la cultura, las artes varias, la opinión, los debates éticos, los retos y desafíos sociales, y un largo etcétera.
Como mucho se nos permitiría seguir respirando en alguna sacristía recoleta o en algún anfiteatro ritual mientras desamortizan nuestro espacio para otro tipo de sainetes de imperativo popular con derecho a la fila cero, al patio de butacas y entresuelo, y al mismo campanario si el aforo resulta estrecho o ineficaz. Pero resulta que no es así: tenemos el derecho y el deber de acercar también nuestra palabra, esgrimir nuestras razones, exponer nuestras reservas ponderadas o nuestra crítica constructiva en la edificación de la ciudad secular de la que formamos parte. No aceptamos las nuevas catacumbas que algunas siglas políticas y sus terminales mediáticos nos imponen sin más, confinándonos allí como apestados, sin voz ni voto, empujándonos a la inanidad.
Han pasado cuatro años y un pico con una gestión política que no nos ha dejado indiferentes. Salvados los aciertos que hayan podido tener lugar, me pesan en mi conciencia ciudadana y en mi alma cristiana, lo que, en estos años llenos de sobresaltos, hemos podido contemplar con recortes que soslayan las libertades censurándote e imponiéndote una cosmovisión de la sociedad que determina tantas cosas. Es justo y necesario señalar algunas, sin que me mueva un reglamento de partido, ni un ideario protocolario, y menos aún una intencionalidad de cota de poder. No hay siglas políticas que me impelan a señalar como inadecuado o a desear como conveniente lo que ahora voy a decir. Porque mi única referencia, aunque algunos no lo entiendan, es ese modo de ver las cosas, de acompañar las personas a mi lado y de aspirar a los bienes sociales de un pueblo con el que escribo la historia, que tiene como referencia la vieja sabiduría bíblica, el ejemplo bondadoso de Jesús de Nazaret y la larga tradición cristiana que ha forjado una particular cosmovisión aprendida de los santos que nos inspiran y también de los errores con los que nuestra fragilidad más los contradice en cuyas lecciones correctivas también hemos de aprender.
En primer lugar, el valor máximo a la verdad. No una verdad demagógica que tiene trampas, ni una post-verdad amañada para engañar a mansalva, sino la verdad límpida, humilde y retadora, esa que nos hace libres, como dijo Jesús. Por eso soy crítico ante quien hace de la mentira su arma política: mentir a sabiendas, mentir en el currículum que los desacreditan, mentir en sus promesas incumplidas, mentir engatusando a los que se confían ingenuamente. La sarta de mentiras que hemos visto en estos años arrasa cualquier credibilidad en los labios mendaces que las proclaman, e imposibilitan siquiera prestar más atención a las trolas de los trileros profesionales desembarcados en la política.
En segundo lugar, duelen las agendas ideológicas que con prisa zurupeta han sembrado confusión y fatal modificación en la humilde verdad antropológica de la ley natural cuando hablamos de la vida naciente, creciente y menguante, de la identidad de varón y mujer, imponiendo el despropósito abaratado del aborto como derecho, la eutanasia como empujón matarife, la vida precaria a la intemperie sin encontrar trabajo o sin mantenerlo dignamente, o poder llegar sin infarto a fin de mes cosidos de deudas. Otras leyes han puesto en la calle terroristas, abusadores y violadores, o han destruido la verdad antropológica en torno al transgénero o a la disforia sexual. Jugar así a ser dioses arruina tantas vidas inocentes en nombre de las fantasías o frustraciones de quienes las promueven, y cuyas derivas no tienen vuelta atrás, como en otros países donde los juguetones empezaron antes, ahora querrían poder inútilmente remediar.
Hay un hecho que nos identifica como comunidad histórica, cuando llevamos juntos más de 500 años conviviendo con nuestras inevitables tensiones culturales y lingüísticas, pero enriqueciéndonos precisamente en la plural diversidad. Trastocar esta saludable convivencia en una dialéctica confrontadora deja pingües beneficios en sus fautores, pero ha vertido demasiada sangre inocente en una impostura subversiva que daña nuestro entendimiento fraterno, nuestra mutua ayuda en tantos sentidos. Máxime cuando se pretende reescribir la historia que no sucedió más que en el imaginario de algunas derrotas y frustraciones, llegando a indultar como moneda de cambio a quienes han insidiado sediciosa y violentamente la convivencia social, cambiando las leyes y los ámbitos judiciales.
Desde mi conciencia ciudadana y mi referencia moral cristiana, emerge una duda. Si hubiera un cambio de gobierno que pusiera fin a estos dislates con una mayoría plena o compartida con afines, ¿estaríamos hablando de una alternancia o de una alternativa? Porque venir más o menos a lo mismo, pero gestionado por otros gestores, sería lamentable las consecuencias en una nación como España, de tan precioso patrimonio cultural y moral en su larga andadura histórica. No basta una alternancia, necesitamos una real alternativa sin palabras huecas o morosas que terminen dejando las cosas como están. Una alternativa en donde los cristianos no pedimos privilegios, sino libertad ante las líneas rojas infranqueables: la vida en todos sus escenarios (naciente, creciente y menguante), la verdad verificable en programas políticos que no mienten, la libertad religiosa y cultural, la libre elección educativa de los padres para sus hijos, la historia reescrita con memorias tendenciosas que reabren heridas, las confrontaciones que nos enfrentan fratricidamente, el bien moral de la unidad de un pueblo con su historia, paisaje, lenguas y riquezas complementarias, el acompañamiento de personas vulnerables en su flanco de desamparo débil.
No esgrimo citas bíblicas, concilios, referencias papales, ni documentos episcopales, sino la conciencia ciudadana con principios morales que bebe de esas fuentes cristianas, posicionándome crítica o esperanzadamente ante quienes se nos exponen como candidatos para gestionar nuestra gobernanza. No hay ninguna sigla política que nos represente ni hemos delegado en ningún partido nuestra cosmovisión cristiana, pero hay grupos o nombres que no deberían contar con nuestro voto ante sus ataques y contradicciones, mientras algunos con diferente calado sólo se aproximan parcialmente. Un reto responsable ante las próximas elecciones en las que nos jugamos tanto.
Mons. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo (España)