Me piden unas líneas sobre uno de los problemas que muchos cristianos experimentan hoy: cómo recibir la enseñanza o el magisterio de los papas, especialmente en los últimos tiempos. Trataré de dar algunas orientaciones divulgativas, sin entrar en discusiones de tipo académico o en precisiones que requerrirían más espacio, aunque serían necesarias para comprender a fondo los puntos que vamos a exponer.
Lo primero que hemos de tener en cuenta es que la Iglesia, fundada en las palabras de nuestro Señor ─como por ejemplo: Quien a vosotros os escucha a mí me escucha, quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza y quien me rechaza a mí rechaza al que me envió (Lc 10, 16)─ tiene el poder de enseñar con autoridad sagrada para poder salvaguardar y transmitir fielmente todo aquello que Dios ha ido revelando a lo largo de la historia. Para poder llevar a cabo su misión de manera eficaz, Jesucristo dotó a la Iglesia de una asistencia especial que la hiciese no fallar en lo esencial de su enseñanza. De lo contario, sería el mismo Jesucristo quien fallaría. Es evidente que esta asistencia especial ─la garantía de la infalibilidad, es decir, que no puede imponer a todos los cristianos una enseñanza errónea─ afecta solamente a aquellos puntos esenciales en los que se juega la doctrina cristiana y no se extiende a todas y cada una de las enseñanzas públicas de los papas o de los obispos.
En virtud de esta autoridad sagrada y de la garantía de la infalibilidad, el cristiano está obligado a asentir a las verdades infalibles enseñadas por la Iglesia para mantenerse «cristiano» ─para conservar la fe teologal─, pues es el medio proporcionado por el mismo Jesucristo para nuestro conocimiento de la Revelación. Las verdades de la fe y las que tienen íntima conexión con ella superan nuestra capacidad de entendimiento, en el sentido de que no podemos llegar a una conclusión sobre ellas con las únicas fuerzas de nuestra luz racional. Necesitamos que Dios las revele (Sagrada Escritura y Sagrada Tradición) y necesitamos un instrumento sobrenatural que nos garantice una correcta comprensión, recepción y tranmisión de las verdades reveladas (Magisterio de la Iglesia).
Cuando la Iglesia enseña o proclama un dogma de fe (una verdad revelada) no hace sino decir al cristiano: «esta es una enseñanza de Dios y, por tanto, ha de creerse» ─esto es la virtud de la fe: creer en Dios. Por eso, si uno rechaza esa doctrina, no cree en Dios y pierde la fe─. También puede haber otras verdades que no aparecen explícitamente reveladas, pero que tienen tal conexión ─sea lógica o sea histórica─ con la doctrina de la fe que sin ellas no puede mantenerse correctamente la propia fe. Siendo esto así, es claro que deben gozar de la misma garantía: la infalibilidad. Estos dos casos o «niveles» constituyen un primer bloque, que no suele ofrecer ningún problema para el cristiano que quiere seguir siendo cristiano. Un ejemplo de verdad revelada: la facultad de perdonar pecados por el sacramento del orden (cf. Jn 20, 23); y un ejemplo de verdad que ha de ser mantenida y que así es enseñada infaliblemente por la Iglesia: sólo los varones pueden recibir el sacramento del orden y, por tanto, la potestad de perdonar pecados.
Un segundo bloque en las enseñanzas de la Iglesia lo forman todas aquellas que no revisten estas características de la infalibilidad, pero que han de ser también consideradas por los cristianos, dada la autoridad sagrada de la Iglesia para enseñar por el encargo del mismo Cristo. Este bloque ha traído numerosos problemas de interpretación y discusiones sobre su valor doctrinal y sobre la obligatoriedad en su adhesión. Lo primero que debemos distinguir es: entre aquellas doctrinas que quieren ser impuestas por la Iglesia en su Magisterio y que, sin constar su revelación o su conexión estrictamente necesaria con ella, se consideran convenientes para la salvaguarda de la propia fe ─es lo que se llama Magisterio simplemente auténtico o no infalible, o no definitivo─. Estas verdades, según la Congregación para la Doctrina de la Fe
son propuestas para alcanzar una inteligencia más profunda de la revelación, o para mostrar la conformidad de una enseñanza con las verdades de fe, o, finalmente, para poner en guardia contra concesiones incompatibles con estas mismas verdades o contra opiniones peligrosas que pueden llevar al error;
y entre aquellas otras enseñanzas que no pretenden ser impuestas, sino ofrecidas a todos los cristianos a manera de reflexión, instrucción, consejo, orientación, etc.
Las primeras son verdades que han sido claramente determinadas (entre A y B, se enseña A y no B) y que reclaman un asentimiento interior por parte del cristiano, aunque este asentimiento no sea definitivo e irreformable (como en el caso de los dos primeros niveles). Este asentimiento es llamado obsequio religioso de la voluntad y el entendimiento por parte del Concilio Vaticano II, aunque ya era reclamado por distintos papas a lo largo del siglo XIX y, especialmente, del XX. Se trata de un «tercer nivel», pero que es tremendamente gradual, según la fuerza y la vinculación con la Revelación que se declare, y cuyo asentimiento es de tipo «prudencial», pues queda abierto a ulteriores precisiones, matizaciones, así como a una eventual definición infalible o, incluso, a un abandono de la doctrina por haber clarificado que no era tal su vinculación con el conjunto de la doctrina cristiana. Podría hablarse, por eso, de muchos niveles a partir de este o de muchos «grados» de este «tercer nivel». Quien quiera conocer en qué consiste este tipo de asentimiento y una explicación más amplia y profunda acerca del Magisterio de la Iglesia, le remito a mi obra: MENÉNDEZ PIÑAR Rodrigo, El obsequio religioso. El asentimiento al Magisterio no definitivo, Toledo (Instituto Superior de Estudios Teológicos San Ildefonso) 2020. Está editada también en Buenos Aires por Ediciones El Alcázar.
Un ejemplo con fuerza, a mi modo de ver ─la enseñanza de la Iglesia ha evitado dar ejemplos de este «tercer nivel» a causa de las dudas que existen respecto a la calificación de este tipo de enseñanza─, podría ser el monogenismo (todos los hombres descienden de una única pareja primigenia), que, sin ser presentado como un dogma de fe ni como una verdad infalible en conexión necesaria con la revelación ─lo cual no significa, como hemos dicho, que no pueda definirse en el futuro como dogma de fe o como verdad infalible de este segundo nivel─, ha de ser mantenido, pues la doctrina del poligenismo se ve, en principio, incompatible con la doctrina cristiana. Aquí el texto de Pío XII en su encíclica Humani Generis según la traducción castellana «oficiosa» de la Web del Vaticano:
Mas, cuando ya se trata de la otra hipótesis, es a saber, la del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio.
El segundo tipo de enseñanza dentro de este seguno bloque de doctrinas no infalibles lo forma todo aquel conjunto grande de interveciones sobre distintos temas y que no manifiestan ningún tipo de imposición. De la calificación de este conjunto el propio Magisterio apenas habla, pues al no querer imponer una enseñanza determinada no reclaman asentimiento interno por parte del cristiano, más allá de un cierto respeto moral de sentido común. Por esta razón, puede decirse que, stricto sensu, no se trata de afirmaciones ni declaraciones magisteriales (en el sentido de que reclamen un asentimiento del cristiano), aunque podrían llamarse enseñanzas del magisterio en un sentido más amplio: en cuanto enseñanzas públicas de los pastores de la Iglesia. La inmensa mayoría del contenido de los documentos magisteriales son de este tipo. Pensemos en las numerosas encíclicas, exhortaciones, discursos... de los papas más contemporáneos, como por ejemplo las miles y miles de páginas de los Insegnamenti de Juan Pablo II. A esto se le puede llamar «enseñanza pública» si se quiere, pero es siempre muy necesario distinguirla del nivel superior.
Después de lo anterior, terminamos con algunas consideraciones para que propiamente podamos hablar de afirmación magisterial y, por tanto, de deber de asentimiento por parte de los fieles.
En primer lugar, para que se reclame algún tipo de asentimiento es necesario que la doctrina sea clara y determinada. Lex dubia, lex nulla, se dice en derecho. Aquí podríamos decir algo análogo: si la enseñanza no está claramente determinada, no puede ser una declaración magisterial. Además, ha de constar la imposición de la Iglesia con su autoridad doctrinal. Aunque una frase esté dentro de un «documento eclesial» (encíclicas, cartas, discursos o, incluso, una constitución de un Concilio Ecuménico), no por ello pasa a ser «magisterio» que reclame asentimiento. Habrá que ver cada caso. Un papa «tan doctrinal» ─si es que esto puede decirse─ como León XIII, escribió una encíclica para conmemorar su jubileo sacerdotal y por muy hermosa y aprovechable espiritualmente que sea, no contiene, evidentemente, afirmaciones magisteriales que reclamen una asentimiento. La inmensa mayoría de las intervenciones pontificias de las últimas décadas son así.
Además, es importante considerar el objeto que pueden tratar estas enseñanzas. La Iglesia tiene potestad sagrada para enseñar toda la Revelación y todo aquello que tiene una vinculación con la Revelación y que es necesario para comprenderla y transmitirla. Es lo que se ha llamado «fe y costumbres». Por tanto, si una afirmación pública trata de asuntos que no están dentro de este objeto, no pueden ser enseñados con autoridad sagrada y, si acaso, serán enseñados como doctor privado y tendrán el valor que tengan a nivel científico, no por ser dichas por un sujeto que tiene potestad sagrada de enseñar. Un ejemplo: si ciertas afirmaciones hablan de la influencia del hombre en el cambio climático, es evidente que tal enseñanza no tiene ningún valor magisterial, y es una opinión, más o menos acertada, que da una persona de manera pública. Otra cosa muy distinta es que el Magisterio pueda hablar de las obligaciones morales de la administración de la Creación, pues el hombre fue puesto por Dios como cabeza de ella.
Por último, creo que es importante, respecto de todas las enseñanzas no infalibles, verlas dentro del conjunto de la doctrina de la fe, pues a ella están ordenadas. Que sean correctas no quiere decir que sean perfectas. Algunas serán deficitarias y nada garantiza que no pueda haber afirmaciones claramente erróneas, incluso en aquellas que quieren imponer un asentimiento ─nunca un asentimiento definitivo e irreformable, pues entonces sí que estaría garantizado por la infalibilidad─. El enfoque podría ser el que se da al conjunto de las enseñanzas de los Santos Padres. Se dice, y con razón, que la unidad moral de los Padres en una enseñanza es criterio de Tradición. Pero es absurdo ponerse a buscar afirmaciones sueltas de tal o cual Padre de la Iglesia sin considerar toda su enseñanza o al margen de la enseñanza del conjunto de todos los Padres y, al encontrarlas erróneas, concluir que se pone en compromiso a la Tradición. Un criterio semejante de hermenéutica debería tenerse en las enseñanzas magisteriales no infalibles de la Iglesia.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Junio 2023
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga»