─No ─dijo el principito. ─Busco amigos. ¿Qué significa «domesticar»?
─Es algo demasiado olvidado ─dijo el zorro. ─Significa «crear lazos...»
─¿Crear lazos?
─Claro ─dijo el zorro. ─Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo...
Hace un par de meses apareció un vídeo de la plataforma NEOS en la fiesta de san José, el día del padre, titulado: Un padre de verdad. Se trata de un tierno y simpatiquísimo experimento social en el que una «inteligencia artificial» ofrece a una serie de niños, con todas las garantías, la posibilidad de obtener el padre de sus sueños: simpático, que pase más tiempo con ellos y nunca los regañe, que juegue a las princesas siendo él el rey, que les lleve merienda cuando va a recogerlos... en suma, dirá uno de los niños, que termine «haciendo todo lo que le pida». La «inteligencia artificial» es capaz de leer en sus mentes y de diseñar el padre ideal que ellos desean. Un boceto aparece en una pantalla y los niños, si quieren en verdad conocerlo, deben pulsar un timbre. Se presenta entonces ante ellos, con los regalos pertinentes, deslumbrando a los pequeños que, emocionados, no se lo terminan de creer. Hablan un rato y «todo funciona». No se puede pedir más ni nada mejor. Hasta trae unas entradas para Disneyland Paris, gran anhelo de algunos de ellos. Con los ojos como platos y una sonrisa de oreja a oreja todos dicen ¡sí! Sólo queda un asunto que resolver y todo se realizará: firmar un contrato completamente formalizado llamado «Contrato cambio de padre». En las cláusulas «el padre ideal» se compromete a «darle una vida llena de lujos y comodidades, cumpliendo todas sus necesidades». La vida del niño «se completará con una madre ideal, una abuela ideal, un coche ideal, una familia ideal... en definitiva, todo lo que necesite». Según van leyendo el papel, algunos niños comienzan agobiarse y a llorar; otros, al saber que el cambio es para siempre, se plantan firmes y dicen, entre nerviosos y emocionados, «no, no, no... porque si no yo voy a tener otro padre. Yo quiero A MI PADRE DE VERDAD». Finalmente todos rechazan y al toque del timbre aparece su padre de verdad que entre sollozos es abrazado fuertemente por su hijo. Este es «mi verdadero papá».
Algo más profundo a todas las ilusiones ha reaccionado en los niños. Un antiguo poder, tan viejo como el hombre mismo, ha sacudido a los infantes. Es el arraigo natural. Son los lazos de la domesticación, según Antoine de Saint-Exupéry describe bellamente en su famosa obra El Principito, cuando se encuentra el protagonista con el zorro y va entendiendo lo que le ha ocurrido con la única flor de su planeta, una rosa ─aunque en el terrible cotidiano pueda parecer una flor más entre otras muchas, como en muchas ocasiones les ocurre a los hijos con sus padres─, y lo que le puede ocurrir al domesticar al zorro. Aquí se trata una domesticación más primaria, la primera y fundante de todos los demás vínculos. ─¿Por qué has decidido rechazar al padre ideal para quedarte con el tuyo? ─le preguntan a uno de lo niños. ─Por el amor ─dice. Es la primera y más fundamental de las sociedades en la que el hombre es dado a este mundo: la familia, los padres, el hogar... en donde conoce el amor y que a su vez hace de simiente para sociedades más perfectas ─que para ser tales han de estar siempre arraigadas en la primera─ hasta culminar en la Patria: la tierra de los padres.
Quizá por esto el ataque más pérfido y negro de la Revolución sea el actual: la falsificación e inversión de la familia, de la sexualidad, de todos los vínculos naturales más primarios que hay en el hombre. Una revolución política y social ha precedido, una revolución cultural y religiosa ha continuado y, llevadas a éxito, han terminado por converger en una revolución antropológica que está invirtiendo al propio hombre. Sor Lucía de Fátima le dijo al cardenal Caffarra, que tanto trabajó en el Instituto Pontificio para los estudios sobre matrimonio y la familia:
La batalla final entre el Señor y el reino de Satanás será acerca del matrimonio y de la familia. No teman porque cualquiera que actúe a favor de la santidad del matrimonio y de la familia siempre será combatido y enfrentado en todas las formas, porque esta es la cuestión fundamental.
En esta batalla habremos de combatir si queremos ser fieles a Nuestro Señor. Pero hay que comprender, para no llevarse a engaños ni caer en ciertas desilusiones humanas, que son muchos los afectados por esta revolución. Son muchos de los que deberían estar del lado de Dios y su naturaleza y, sin embargo, no lo están. Y que si no lo están no es simplemente por cobardía, por espíritu de supervivencia, por no querer plantarse ante la corriente del Mundo, por incoherencia o deslealtad. No es eso. Lo que ocurre es que ellos mismos han sido minados por la revolución, han sido arrancados de su domesticación o, quizá, nunca fueron domesticados. No han bebido en los caudales de la tradición, cauce que protege y propicia el arraigo natural, o si bebieron lo han vomitado. A fin de cuentas, no han conocido o han repudiado a un Padre de Verdad, una patria de verdad, una familia de verdad. Y una vez insertos en la revolución no pensemos que el cambio de chaqueta es una traición patente a sus conciencias, porque uno de los efectos del enemigo es precisamente ese. Rafael Gambra lo expresó de la siguiente manera:
No guarda este fenómeno relación alguna con el oportunismo consciente e interesado de aquel que se adapta a las cambiantes situaciones de la política o del favor, figura humana que ha existido en todos los tiempos, sino que se trata de una actitud enteramente nueva que realiza esto mismo con una conciencia subjetivamente recta, incluso como imperativo de un loable atemperarse a la evolución. En tal ambiente, cualquier forma de afirmación o de lealtad es automáticamente tachada de inmovilista o aun de «farisaica» o de «burguesa»; todo espíritu de resistencia, calificado de «reaccionario», que es el título más descalificador del lenguaje contemporáneo por cuanto supone en él un empeño vano e iluso: el de oponerse a la corriente o el «viento de la Historia»
Hay que hacer la guerra, sabiendo que en el frente nos encontraremos a muchos de aquellos en los que piensa san Juan cuando escribe: salieron de nosotros pero no eran de los nuestros (1 Jn 2, 19). Y para esta guerra no hay que descubrir nuevos métodos o nuevas expresiones, ni hay que contar con nuevos ardores, a no ser que todo aquelo que llamamos «nuevo» sea en verdad algo «original» en el sentido etimológico, es decir, que bebe de los veneros «siempre antiguos y siempre nuevos» de la Tradición de la santa Iglesia. Por manida que esté la cita de san Pío X, no por ello pierde fuerza y deja de ser quizá una de las expresiones más certeras para saber arrostrar los peligros de la revolución moderna:
No, Venerables Hermanos ─preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquia social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores─, no se edificara la ciudad de modo distinto de como Dios la ha edificado; no se edificara la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no esta por inventar ni la «ciudad» nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la «ciudad» católica. No se trata mas que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopia malsana, de la rebeldia y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Mayo 2023
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga»