En algunas ocasiones, en mi oración personal, me he puesto a andar junto a los discípulos de Emaús. En mi caso, con la inmensa Gracia, que ellos en ese momento no tenían, que supone asumir la vida y la Cruz de Cristo, a la luz de la Resurrección, su Ascensión al Cielo y de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Es normal que los discípulos de Jesús estuviesen asustados, y su visión des del mundo, de la Pasión y muerte del Señor, contemplada como un fracaso dominara sus pensamientos y ánimos. Y es en el encuentro y diálogo con el Señor, que los ojos de su alma se irán abriendo, y su corazón enardeciendo hasta reconocerle.
En nuestra vida de oración, muchas veces nos sucede lo mismo, ofuscados por la negatividad, nuestro pecado y el cansancio. No vemos más allá. Y es que es un gran testimonio, cuando tenemos ante nosotros una persona con vida de oración, por la visión trascendente que tiene, fruto de su diálogo con el Señor. No rezar, es más, no buscar primero ese encuentro con el Señor, ofusca nuestro entendimiento. Y ponemos por delante de Él muchísimas cosas verdaderamente prescindibles, o como mínimo, sin contemplarlas con visión sobrenatural. La alegría que nos da la certeza de la Resurrección, y la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestra alma en Gracia, se debería manifestar con una vida llena de confianza y alegría. También cuando debemos afrontar nuestras propias debilidades y pecados. Cada vez que recibimos la absolución sacramental se produce una verdadera Resurrección del alma a la vida de la Gracia. El espíritu de los discípulos de Emaús volvió a la vida cuando reconocieron al Señor: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Lc, 24,32.
Cada día en las diferentes circunstancias, sale el Señor a nuestro encuentro. Cuando nos domina nuestra fragilidad o nuestro pecado, no le reconocemos. Sin embargo, cuando nos dejamos encontrar y le escuchamos, Él enardece nuestros corazones, con una alegría que el mundo no puede comprender. San Pio de Pietrelcina decía que: “Cuando se hace bien, la oración conmueve a Dios y le invita, por siempre más, a acoger nuestras súplicas”.
Cuánto daño nos hace la autosuficiencia de creer que las cosas dependen de nosotros. Ciertamente, necesitan de nuestro concurso, pero ni mucho menos dependen absolutamente de nuestra voluntad. Poner de nuestra parte, y dejar lo que no depende de nosotros en las manos de Dios. Si nuestro propósito sale adelante, es que al Señor así le place. Y en caso que no, también. Aceptar la voluntad de Dios, es entender que en todo estamos caminando con Él, salga o no adelante nuestro deseo. Y en todo caso, siempre alegría. El problema surge cuando entra en nosotros la tristeza, o la amargura del alma. Es en este momento cuando hemos dejado de reconocer al Señor. Y aunque Él siempre camina a nuestro lado, la falta de visión sobrenatural, la falta de confianza, no nos permiten reconocer al Maestro.
El Señor ha dado su vida por nosotros, y ha Resucitado. El autor de la Vida ha vencido a la muerte y nos da su mano para seguirle. Vayamos andando hacia Pentecostés, y que estalle en nuestra alma una fe más plena y madura. Que acabemos estas fiestas Pascuales, siendo más del Señor, uno con Él. Mirando con mucha gratitud a la única criatura que siempre le ha sido fiel, siempre ha confiado, María. De su mano reconoceremos con mayor prontitud el rostro del Señor. ¡Feliz Pascua, apreciados lectores!
Mn. Jaume Melcior Servat
Artículo publicado originalmente en la revista “El Bon Pastor”