Disminuyeron la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad en el mundo. Y comenzaron la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad; y por esto cundió el error y la perturbación en el pueblo de Dios; el cual pueblo había sido ordenado para que Dios sea amado, conocido, honrado, servido y temido por el hombre.
Así comienza el Libro del orden de caballería que el universal beato Raimundo Lulio legó a las generaciones siguientes para que los noveles pretendientes del orden caballeresco comprendiesen que para restaurar otro orden ─el que lo es por antonomasia, de caridad, lealtad, justicia y verdad en el pueblo de Dios─ existía tal institución. El bello prólogo de esta joya literaria nos habla de un noble y viejo caballero, curtido en años y en batallas, que se retira a soledad ─imitado siglos después por otro gran caballero, curtido en años y en batallas, como era Carlos V─ para darse a la contemplación y prepararse para rendir cuentas a su último y gran Señor de todo, aprendiendo a menospreciar la vanidad del mundo. Este buen anciano se encuentra con un discreto y joven escudero que cabalga hacia las cortes convocadas por el rey con el fin de hacerse armar caballero. Maravillado por la ignorancia del bisoño doncel, exclama el venerable:
¿Cómo es, hijo, que ignoras la regla y el orden caballería? Y ¿cómo pides ser hecho caballero, si desconoces el orden y la caballería? Porque ningún caballero puede mantener un orden que desconoce; ni puede amar este orden ni lo que le pertenece, ni conocer los defectos y faltas que contra él se pueden cometer. Ningún escudero debe ser hecho caballero si no sabe bien cuanto atañe al orden de caballería; y, de esta suerte, sería desordenado el caballero que pretenda armar a otro sin enseñarle antes las costumbres que pertenecen al caballero.
A esta reprimenda, con corazón humilde y magnánimo, responde el inexperto gentilhombre: -Señor: ¿Os place enseñarme el orden de caballería? Porque me siento con ánimos de aprenderlo, y de seguir la regla y el orden. Y el que había comenzado a ser monje después de ser soldado recordaría sus años de mocedad y complacido consiente. Para llevar a cabo esta empresa le hace un regalo. Es el libro que el lector va a tener en sus manos:
¡Bello amigo! La regla y el orden de caballería se hallan en este libro; en el que yo leo algunas veces, porque me recuerda la gracia y la merced que Dios me hizo en este mundo, cuando honraba y mantenía el orden de caballería con todo mi poder.
Aunque la institución de la caballería es algo propio del Medioevo, lo que podríamos llamar «el espíritu de la caballería» jalona toda la historia del cristianismo. Si tuviéramos que compendiar este espíritu en una sola palabra, si un concepto pudiera abrazar todas sus virtudes, sin duda sería el honor. Y como la gracia no destruye la naturaleza sino que la supone y perfecciona, el cristiano, al igual que el caballero, no puede mantener un orden ─cristiano─ si desconoce en él mismo y no ama el honor, no pudiendo, a su vez, corregir defectos y faltas que contra el orden cristiano se puedan cometer. Es más, sería desordenado el apostolado ─«armar» a otros como cristianos─ si no se enjaretase todo dentro del honor cristiano.
Este espíritu de honor lo encontramos ya en los tiempos veterotestamentarios, por ejemplo en los compañeros del rey David: la fidelidad de Jonatán a David a pesar de las persecuciones de su propio padre, el rey Saúl; Urías, quien en el momento en que David quiere con engaños arreglar su pecado es enviado por el rey a descansar y estar con su mujer en medio de la guerra y contesta: El Arca, Israel y Judá moran en tiendas, y mi señor, Joab y los servidores de mi señor acampan al raso. ¿Y yo voy a ir a mi casa a comer y beber y a dormir con mi mujer? Por tu vida y por la vida de tu alma, no he de hacer cosa semejante; o Ytai, comandante del ejército que se unió a David, al que el santo rey pide que no comparta su desgraciado destino, cuando tras la traición de Absalón parece todo perdido. Él contestará: Vive Dios y vive mi Señor el rey, que donde mi Señor esté, vivo o muerto, allí estará su siervo.
No pensemos que este espíritu es sólo de varones, pues es el mismo que vive en las mujeres fuertes: como en Rut, cuando su suegra Noemí, abandonada ya toda esperanza, insiste en que sus nueras viudas se salven de su desgracia: «¡Ánimo, hijas, volved! Soy demasiado vieja para casarme de nuevo. Y aunque todavía tuviera esperanzas, aunque me casara esta misma noche y tuviera hijos, ¿aguardaríais a que fueran mayores? ¿Renunciaríais a otro matrimonio? No, hijas mías. Mi amargura es mayor que la vuestra, porque la mano del Señor ha caído sobre mí». Ellas lloraban. Después Orfá dio un beso a su suegra y se volvió a su pueblo, mientras que Rut permaneció con Noemí. «Ya ves --dijo Noemí-- que tu cuñada vuelve a su pueblo y a sus dioses. Ve tú también con ella». Pero Rut respondió: «No insistas en que vuelva y te abandone. Iré adonde tú vayas, viviré donde tú vivas; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; moriré donde tú mueras, y allí me enterrarán. Juro ante el Señor que solo la muerte podrá separarnos»; o como en la bella mujer de Betulia, Judit, que cuando los jefes de la ciudad habían acordado rendirse y entregar Betulia por no soportar el asalto de las tropas de Holofernes, sabiendo ella que eran la última esperanza de Jerusalén, los reprende y avanza sola en el campamento enemigo hasta lograr cortar la cabeza del general adversario; o en la bendita madre de los mártires Macabeos, cuya grandeza de alma es dificilmente comparable.
Es cierto que todo el Antiguo Testamento está lleno de cobardías y traiciones por parte de muchos israelitas, infieles al Señor. Pero está igualmente lleno de hombres de honor, que como los astros que forman en sus puestos de guardia del Cielo, según nos dice el profeta Baruc, a la voz de Dios están siempre «presentes», prestos a su servicio. Son los santos de antes de Cristo. Y en esta escuela de honor también se educaron en los tiempos del Nuevo Testamento todos los cristianos. A veces, es cierto, como el joven escudero que deseaba armarse caballero, todavía con ignorancia o desordenada ambición. Pero el honor que sostiene toda su acción es el bien noble en que se podrán desarrollar las virtudes. Es el caso paradigmático de los «hijos del Trueno», Santiago y Juan, que aspiran a los primeros puestos en el Reino de Dios y reponden a la pregunta sobre si pueden seguir a su Señor: Possumus. Como tienen honor, el Señor no corrige su gallardía ─Mi cáliz lo beberéis─, aunque deba ordenar su ambición hacia la gloria no de ellos, sino de Dios. Es la misma operación que querrá Ignacio en el gran Javier, según nos dice Pemán, cuando Pedro Fabro se extraña de los demasiado amplios horizontes que anhela para el navarro: [Ignacio] Pedro Fabro, en Javier fundo / mi ilusión y mi placer; / que si yo gano a Javier, Javier me ganará un mundo. [Fabro] ¿Tanto esperas de su ciencia? / [Ignacio] Y de su alma arrebatada, / si logra ser encauzada / con mansedumbre y paciencia. / Vencida su inexperiencia / domada su vanidad / de él espero, si me es fiel, / milagros de santidad.
Este espíritu de honor, del possumus ─el verdadero Podemos─, conduce a las gestas de nuestros mayores desde que en los tiempos apostólicos san Pablo escribiese la fórmula que lo guarda ─Omnia possum in eo qui me confortat─ hasta nuestros tiempos contemporáneos, como en la ofrenda del pequeño Joselito, ya canonizado, que, para salvar a su general en la Cristiada, ofrece su caballo y se queda atrincherado para defender la escapada de sus superiores. El possumus se convirtió en el grito de guerra de los hombres, como Mikael es el grito de guerra de los ángeles ─Quién como Dios─. De igual manera, cuando se invierten las tornas y depende de la voluntad del fiel el transigir bajo la amenaza del mundo, el grito es muy parecido: ¡Non possumus! tal y como pronunciaron los mártires de Abitinia en las postreras persecuciones romanas al ser capturados celebrando el santo sacrificio: Sin el domingo ¡no podemos!
Los que «podían» ofrecer incienso a los ídolos y salvaron su vida, fueron los infecundos. Los que «no podían» por guardar el honor del nombre de cristianos, derramaron su sangre, que fue semilla de nuevos cristianos. Tampoco Guzman el Bueno «pudo» rendir la plaza a sus enemigos, arrojando incluso su propio cuchillo a los que tenían preso a su hijo: Matadle con este, si lo habéis determinado, que más quiero honra sin hijo, que hijo con mi honor manchado. Tampoco Moscardó «pudo» rendir el Alcazar de Toledo en circunstancias parejas de extrema necesidad material y moral y dijo a su propio hijo: Encomienda tu alma a Dios, da un grito de ¡Viva España! y muere como un patriota. Y cuando el honor de Dios y de la Iglesia estaba en juego, cuando el baluarte de la verdad amenazaba con quedar oscurecido, la respuesta diplomática de la Iglesia fue siempre la misma: non possumus.
De este modo la Iglesia, venerable y sabia, curtida en años y en batallas, ha sido la que ha encorajado a los nuevos cristianos, infundiendo un espíritu de honor que, a pesar de las miserias de cada uno, mantenía en alto el pabellón de la fe. En este sentido, se decía con cierta sorna, pero no con menos verdad, que los requetés pecaban contra todos los mandamientos menos contra el primero y que no había animal más temible que un requeté recién comulgado. Quizá sea éste, junto a la confusión doctrinal ─o precisamente a causa de ella─ uno de los grandes males que impiden la fecundidad de las actividades eclesiásticas, además de uno de los signos más preocupantes de nuestro tiempo.
Cuando se cambian los himnos juveniles, representativos de un mismo honor que ha surcado dos milenios de historia cristiana ─como el viejo de la acción católica: Heredero del historial hispano, paladín soy, cruzado de la fe, caballero español y cristiano, por la causa del bien lucharé... Llevar almas de joven a Cristo / inyectar en los pechos la fe / ser apóstol o mártir acaso / mis banderas me enseñan a ser─ por moñadas de autorreferencia sentimental que no hacen sino minar la gallardía del joven cristiano ─como el «éxito» discotequero de música electrónica dance, con algo de rap, de la JMJ de 2016: Muros que se rompen con el perdón, viento de paz, lazos de unión. Cura tus heridas, siente su amor, luz de Jesús en tu interior. Hoy ya soy feliz en su corazón. Hoy ya soy feliz, llevaré su amor─ no se puede esperar algo muy distinto de lo que vemos en el panorama apostólico de las últimas décadas. No me puedo imaginar a san Pablo, san Policarpo, santas Perpetua y Felicidad, san Atanasio, san León Magno, san Benito, san Isidoro, san Bonifacio, San Teodoro Studita, san Odón de Cluny, san Bruno, san Bernardo, san Fernando, santa Catalina de Siena, san Bernardino de Siena, santa Teresa de Jesús, san Francisco de Sales, san Alfonso Mª Ligorio, san Antonio Mª Claret o san Pío de Pietrelcina ─por poner uno de cada siglo─ cantar a ritmo de club de alterne la segunda letra, aunque no me cuesta nada poner en sus labios el fuego de la primera. Dicho de otra manera, si se viesen en la encrucijada de hallarse rodeados de prepúberes emocionales en un encuentro de jóvenes more hodierno, creo que dirían «non possumus» ─y quién sabe qué más cosas─ y se zafarían de la situación... Pero si tuviesen por situación la de un mártir del tiempo de los romanos, un padre del desierto con sus compañeros, un joven monje benedictino, un capitán de Carlos Martel, un maestro en Aquisgrán, un discípulo pobre de san Francisco, un infante de san Luis, un noble de Isabel y Fernando, un misionero entre los indígenas, un marino en Lepanto, un padre de familia ante «el francés» o un cadete en Toledo, estoy seguro de que se comportaría como tal, enardeciendo a sus camaradas en la empresa, sea divina, sea humana, con una voz fuerte: possumus.
Hemos de recuperar la parresía y la entereza que arrostre las amenazas de este mundo, muchas de ellas en forma de livianos conformismos con los principios sensibloides de esta nueva religión que pretende lo contrario al espíritu católico: va hurtando el santo temor de Dios a costa de un falso amor filantrópico, mediante un «non possumus mantener que Jesucristo es la Piedra que destroza al que cae sobre Ella y aplasta a aquel sobre quien cae» (cf. Mt 21, 44) y un «possumus tener las tragaderas suficientes para hacernos como todos y para todos». El caballero cristiano, sin embargo, ha de saber lo que enseña el Libro del orden de caballería:
El amor y el temor se convienen contra el desamor y el menosprecio; y por esto conviene que el caballero, por la nobleza de su ánimo y buenas costumbres, y por un honor tan alto y tan grande como el que se le ha hecho por elección, por el caballo y las armas, sea amado y temido de las gentes; y que por el amor que recibe, devuelva caridad y ejemplo; y por el temor que causa, devuelva verdad y justicia.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Marzo 2023
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga»