Desde muy joven me llamó la atención que la Iglesia católica fuera una de las pocas instituciones que se opusiera al asesinato de niños en el vientre de sus madres, fuese cual fuera el motivo. “Pero si no gana nada –me decía–, al contrario, tiene que invertir mucho capital humano e incluso ingentes sumas de dinero”.
Para la Iglesia sería más fácil decir que sí al aborto, desentenderse de todas esas vidas que no tienen voz. Tendría que destinar menos personal a atender a jóvenes madres, a casas cunas y orfanatos, además de recursos para mantenerlos. Incluso la Iglesia hallaría menos beligerancia en tantos otros temas y quizá hasta lograría hacerse con alguna simpatía que le ayudara a promover y alcanzar otros fines buenos y nobles.
Pero la Iglesia no ve la causa por la vida como un negocio sino como un servicio y una obligación: se trata de la vida de un ser humano, independientemente de quien se trate. Tal vez quienes hoy pueden expresarse en contra de la vida de un no nacido, les ayudaría tomar en cuenta el que alguna vez también ellos estuvieron en el seno materno. No se está en paridad de condiciones para decir “no” a tal o cual vida cuando una de las dos partes ya está fuera y puede, al menos, patalear o gritar si alguien osara agredirle.
No pocas veces se apela a la ciencia como fundamento para declarar que, en nombre de ella, se puede suprimir la vida del niño que está en el vientre pues “no consta científicamente cuándo comienza”. Cabría preguntar exactamente según cuál ciencia, porque más bien son las ciencias biológicas y la bioética las que apuntan en rumbo contrario.
Han pasado varios años desde que me planteaba aquella pregunta inicial que formulé al comienzo. Al constatar las sumas de dinero que están en juego para la industria del asesinato de no nacido, es más claro todo este afán de promover legislaciones afines que les procuren más ingresos a las clínicas abortistas y a sus propietarios. No pocas de esas empresas asesinas apoyan económicamente a partidos políticos y a sus candidatos cuando están en campañas. Es comprensible que una vez que estos llegan al poder, destinen los recursos de todos los ciudadanos, tanto de los que les votaron como de los que no, a promover el aborto y leyes que hagan legal lo inmoral.
Se me hace curioso que esos que se cacarean contra la Iglesia al “denunciar” las inversiones que ésta hace a favor de la vida, según ellos a costa de sus feligreses, no caigan en cuenta que al menos esos feligreses ofrecen su aportación voluntariamente, a sabiendas de aquellos fines en los que puede terminar su aportación, algo que no sucede con los impuestos de buena parte de los ciudadanos que, lo quieran o no, se ven obligados a patrocinar asesinatos cada vez que un gobierno despenaliza el aborto. Y la cuestión se agudiza cuando ya no sólo son los del propio país, sino incluso los de otras naciones.
Sí, para la Iglesia sería más sencillo guardar silencio, hacer como que no ve. Pero no va a suceder así. En esta Iglesia, a la luz de la razón natural, muchos hemos aprendido el valor de una sola vida. Tan sencillo como que sin derecho a la vida no hay ningún otro derecho. Y esa valoración es una de las convicciones que no sólo dan sentido a mi fe, sino también a todo el empeño de los católicos por defender esta convicción.
Jorge Enrique Mújica, LC