Confieso que uno de los apostolados «no oficiales» que más disfruto en la calle, es el de los medios de trasporte. Al carecer de vehículo propio –salvo mi fatigada «Ferrari» que, como bicicleta, no puede hacer imposibles, ni muchísimo menos, milagros-, me valgo entonces de micros, trenes, y hasta de autostop para evangelizar y, de paso, llegar al destino previsto.
Me ha ocurrido de todo sobre las cuatro ruedas: desde que me pidieran Confesión, bendiciones de objetos religiosos, y un rato de escucha; hasta que jóvenes de mis barrios periféricos, envalentonados con varias copas de más, me proclamaran, a gritos -¡válgame Dios!-, como candidato ¡a suceder al Papa!... Es cierto: no todas son flores, ni mucho menos. Como aquel día en que me dirigía a la Misa Crismal, en la Catedral, y un muchacho alcoholizado, empezó a gritarme ¡Un cura como vos, me violó a un sobrino! Seguí rezando el Rosario, ahora también por sus intenciones y, de ser cierto, por su familiar, mientras se acercaba con franca intención de golpearme. Inmediatamente el resto de los pasajeros salió en mi defensa: ¿Y por qué te la agarras con él, que no tiene nada que ver, y está orando por todos?... Como no entendía razones, fue obligado a descender del micro; en medio de una catarata de insultos dirigidos ya no solo hacia mí, sino también a los demás. Recobrada la calma, propuse en voz alta que rezásemos todos por él. Y con un Padrenuestro, un Ave María, y un Gloria, dimos por concluido ese momento. Había empezado mal, y terminó del mejor modo: en los brazos de la Santísima Trinidad, y de la Virgen…
Hace unos días, como parte de mi nueva misión entre los enfermos, y los centros de salud, fui a visitar a un matrimonio mayor, que atravesó por diversas intervenciones quirúrgicas. Su fe, y su santo abandono en la Voluntad de Dios, me edificaron especialmente; y al despedirnos, con el Ángelus, sentí de un modo muy particular aquello de San Pablo: Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24).
Ya de nuevo en la calle, con el lacerante calor del mediodía, me subí a un micro en la ancha avenida. Siempre, en primerísimo lugar, es al chofer a quien le anuncio al Señor, por medio de la clásica estampita del Cristo Crucificado, de Velázquez, con la inscripción: Esto hice yo por ti. ¿Qué haces tú por mí? Algunos se emocionan, lo agradecen efusivamente, y hasta me obsequian el viaje; otros lo reciben con timidez, y no sin sorpresa; y los hay también que lo agarran por compromiso, y hasta indiferencia. Ante el Señor, gracias a Dios, no existe la neutralidad. Solo Él sabe, de cualquier modo, lo que opera en lo más profundo de los corazones.
En esta ocasión, el jovencísimo conductor dio muestras claras de una fe militante; evidenciada desde la forma en que me saludó, hasta la atención con que escuchaba mis palabras: Recuerda, hijo –le dije, como lo hago siempre en estos casos- que el Padre te confía, por un rato, a estos hijos suyos, para que los lleves, del mejor modo, a sus trabajos, estudios y esparcimientos. Ten bien presente, de cualquier manera, que Cristo es nuestro conductor, y la terminal no está en unos kilómetros, sino en el Cielo. ¡Gracias, padre! –me respondió, mientras me contaba sobre los sacramentos que recibió de niño, y sus compromisos parroquiales- Pero el Cielo no es el punto de llegada, sino el de partida. ¡Allí comienza lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman (1 Cor 2, 9) …! Le di un fuerte apretón de manos, lo bendije, y fui a ubicarme entre los asientos.
Los minutos que restaron hasta mi descenso fui meditando sobre la clase magistral de fe cristalina, que había recibido. Es cierto: estamos de paso, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas (cf. Salve Regina), en el destierro de este mundo, preparándonos para la verdadera vida. Es, si se quiere, nuestra fugaz marcha por la Tierra, como una suerte de embarazo, más o menos prolongado; en que la Santa Madre Iglesia, con el auxilio de los Sacramentos, nos nutre para la eternidad. Aquí estamos en camino, y pregustando; allí estaremos en Casa, y disfrutando a pleno. Como sabiamente lo enseñara San Juan Enrique Newman: La Gracia es la Gloria en el exilio, y la Gloria es la Gracia, en el Hogar. Lo nuestro, aquí abajo, es un entrenamiento para el gozo sin fin; allá arriba es la alta Fiesta, que no se termina.
Ciertamente, como ocurre con la preparación de toda fiesta, hay un recorrido previo, lleno también de idas y venidas. Y, desde los acompañantes, la ropa, los obsequios, el trasporte, y demás detalles, todo cuenta para predisponerse del mejor modo; y concurrir con alegría. La fiesta en sí es el acontecimiento; lo que queda para siempre, lo que permanece imborrable en el corazón agradecido. La organización para participar en ella –en ocasiones, bien exigente- pasa a formar parte, finalmente, de la fiesta misma.
¿Y, entonces, la llegada es el fin o el principio? Es el principio junto al Fin; o sea, el empezar para siempre, en Casa, junto a Aquel que nos ha creado y redimido, y que por eso es nuestra meta. Sí, hijo, estás en lo cierto. Sigue conduciendo con prudencia y esmero, para poder presentarte un día con el mejor traje de fiesta; y presentarle al Padre a todos aquellos que te prestó por un rato, en el Camino sin retorno…
+ Pater Christian Viña
La Plata, 5 de marzo de 2023.
Segundo Domingo de Cuaresma. -