La paternidad responsable es uno de los grandes temas de la teología moral actual.
El descubrimiento de los mecanismos biológicos ha proporcionado al hombre un poder real en el terreno de la procreación. El nacimiento de los hijos es hoy más fruto de una decisión meditada que del azar. Se trata de una verdadera revolución que ha cambiado profundamente las mentalidades y las costumbres en todos los países, en especial en los más desarrollados, pues hay la posibilidad real de que el niño no sea fruto de la casualidad, sino de un deseo y de una voluntad deliberada.
Está claro que en el Cristianismo el precepto fundamental es el de amar a Dios y al prójimo (Mt 22,37-40; Mc 12,30-31), es decir, todo el cristianismo se basa en el amor. El amor es la ley fundamental y el objetivo esencial de la vida. Por el amor me dejo guiar por el bien y busco lo verdaderamente bueno para el otro, estando también claro que uno de los amores más bellos es el amor matrimonial, amor que ha sido elevado en el matrimonio entre cristianos a la categoría de sacramento, por lo que en él deben estar presentes la corporeidad, la diversidad de sexos y la cooperación con Dios, siendo también la institución natural en que se transmite la vida. El matrimonio nace de la decisión de un compromiso definitivo entre dos personas que se asocian para construir juntos su vida con una tarea común en la que está presente la procreación y educación de los hijos.
La procreación es, o al menos debe ser, una experiencia profundamente humana, fruto del amor de la pareja, expresado sexualmente. El acto sexual, por el que los esposos se entregan el uno al otro y se abren juntos al don de la vida, es, también él, indisolublemente espiritual y corporal. El lugar adecuado para el surgimiento de una nueva criatura es el acto conyugal en el que los esposos se entregan y se aman. Y está claro que engendrar un hijo es poner un acto de fe y de esperanza en la vida, en sí mismo, en el cónyuge y en el futuro hijo. Pocas experiencias humanas son tan ricas como el ser padres y tener vínculos afectivos con los hijos. La fe y la esperanza están, desde luego, en el centro de una procreación auténticamente humana, por lo que el acto de procreación para ser plenamente humano debe ser igualmente un acto de amor. Pero no se trata simplemente de engendrar un hijo o hijos, sino también de educarlo o educarlos, ayudándoles en su formación personal, tanto humana como religiosa.
Ahora bien, si decimos, con el Concilio Vaticano II, que el matrimonio es comunidad de amor abierta a la vida, está claro que debe estar abierto hacia nuevas vidas, so pena de ir contra su esencia, pues así como es falso pensar que la sexualidad humana tiene como único fin la procreación, también sería falso el no incluir este aspecto de la procreación en la consideración de la sexualidad, y por ello la Iglesia considera nulos los matrimonios realizados con la condición de no tener hijos o de no atenderlos y educarlos, problema que no hay que confundir con el del matrimonio que por esterilidad, ancianidad o por razones muy serias no puede o no debe tener hijos, siendo este matrimonio totalmente válido.
En el pasado, la alta mortalidad infantil y la baja esperanza de vida llevaban con frecuencia a las familias a tener todos los hijos posibles. Sin embargo, el rápido desarrollo demográfico, el progreso de la medicina con la casi total desaparición de la mortalidad infantil, las distintas condiciones socioeconómicas de nuestra sociedad industrial con respecto a la sociedad agraria, el hecho de que las madres actuales no puedan a menudo prolongar el período de lactancia y, sobre todo, el gran problema de cómo compaginar el trabajo profesional del matrimonio y en especial el de la mujer con la maternidad, ocasiona con frecuencia que la fertilidad de la mujer sea superior a lo que sería deseable, provocando con ello difíciles problemas de conciencia.
Pedro Trevijano, sacerdote