Chesterton, con su genio acostumbrado, escribió en su ensayo sobre santo Tomás de Aquino lo siguiente:
Santo Tomás hizo al cristianismo más cristiano haciéndolo más aristotélico. Esto no es una paradoja, sino una sencilla perogrullada, que sólo pueden pasar por alto los que entienden lo que significa aristotélico, pero que han olvidado sencillamente lo que quiere decir cristiano.
Me propongo hacer una breve reflexión metafísica sobre el modus operandi de los católicos en la situación crítica actual, sin cuidar la pluma literaria que en otros artículos procuro. La idea me la ha dado santo Tomás de Aquino, al estar estos días a caballo entre sus dos fiestas, según los dos calendarios. El 28 de enero (novus ordo) y el 7 de marzo (vetus ordo) se celebra al Ángel de las escuelas. El Aquinate nos legó tal tesoro de pensamiento que la Iglesia lo coloca como el teólogo por antonomasia y pide que sus hijos sean formados según los principios y el espíritu del Doctor Común. Son innumerables las enseñanzas del santo dominico. Sin embargo, si tuviéramos que hallar algo que hiciese de venero de toda su doctrina, sin duda acabaríamos atendiendo a su realismo respecto a las sustancias existentes (frente a las ideas de Platón) y al orden causal que en su concurso determina el modo de ser de los entes (las esencias), siendo la esencia lo que contrae y limita el acto de ser, acto de todos los actos, el cual es producido ex nihilo por el Ipsum Esse Subsistens ─entender bien esto es vital para comprender a santo Tomás, pero no es ahora momento de extenderse más─.
Esta concepción desarrolla la que es también la doctrina fuente de Aristóteles (el acto y la potencia) hasta explicar la composición más fundamental de los seres, dando razón coherente a uno de los problemas que ha jalonado la historia del pensamiento y que sigue muy vivo en los debates acerca de la evolución y desarrollo del cosmos y del hombre: que todas las cosas sean creadas por Dios ─Causa Primera─, pero que su modo específico de ser, su esencia, dependa de todo un cúmulo de entes, y sus acciones, que forman el conjunto del universo ─causas segundas─. Así, sería contrario a la realidad, tal y como la concibe el tomismo, imaginar unas esencias fijas (por ejemplo, unas especies concretas de animales y plantas) que estarían de alguna manera presentes en las ideas divinas a la hora de crear y que son plasmadas en la realidad por Dios de manera «directa», independientemente de todas las demás cosas existentes. Desde esa perspectiva sería falsa una afirmación de la evolución del cosmos y de la aparición de nuevas especies. Pero santo Tomás, incluso con las limitaciones de los conocimientos físicos y biológicos de su tiempo, llega a ser «más evolucionista» que nosotros ─si se puede decir así─ al asumir, por ejemplo, que gracias a la causalidad universal del sol de la carne en descomposición surgían las larvas que daban lugar a los insectos. Siglos después se demostraría que esto no es posible, pues esas larvas son producto de la deposición de los huevos de esos insectos. El «proceso» de surgimiento de especies es algo muchísimo más complejo.
Dejando a un lado las interesantísimas reflexiones que nos ofrece la ciencia contemporánea en relación el planteamiento filosófico del tomismo, lo que está claro es que «lo que son las cosas» ─la esencia─ depende, por supuesto, de Dios como Causa Primera de todo el ser; pero en su determinación concreta depende a su vez del concurso de causas segundas que influyen para la formación del modo específico de ser de las cosas. Es decir, que el realismo tomasiano nos enseña que lo que son las cosas depende de unas causas proporcionadas. Y esto es lo cristiano o lo más cristiano, según la afirmación chestertoniana de más arriba, siendo lo más aristotélico.
Esta consideración que pudiera parecer de perogrullo ─por seguir recordando a Chesterton─ está muy olvidada entre los católicos. Tomada análogamente, nos ayuda especialmente a buscar en el análisis de la situación crítica actual unas causas proporcionadas a la magnitud del desastre, sin caer en un «angelismo» que nos lleve a achacar al demonio la producción exclusiva de todos los males ─como si los hombres, los cristianos y, especialemnte, los eclesiásticos, no tuvieran mucho que ver─ y, sobre todo, a buscar soluciones reales, pretendiendo trocar esas causas segundas, sin caer en el «angelismo» que nos lleve a solo rezar para que Dios modifique las cosas. Hay que rezar, y mucho, pero hay que impulsar la formación de causas que determinen otras situaciones. Hay que rezar, y mucho, por la conversión de los gobernantes, pero hay que impulsar la formación de una sociedad sana con todos los medios que se tengan. Hay que rezar, y mucho, para que las autoridades cambien su promoción del progresismo y su persecución a la tradición, pero hay que impulsar la formación de los jóvenes en la riqueza secular de la Iglesia y actuar con valentía a pesar de las contrariedades de los altos eclesiásticos.
El realismo de las causas nos da la libertad interior de custodiar la esencia de la fe mediante un orden que podemos llamar «tradicional» ─dogmas de fe, enseñanza moral, liturgia fraguada por los siglos, usos y costumbres, concepción política, visión de la historia... todo un cuerpo de doctrina y vida que llamamos así: «tradicional»─ frente a todo un orden causal que propicia justo lo contrario. Y nos da esa libertad porque es la única manera de ser fiel a lo esencial ─obligación primera de todo cristiano─, puesto que esa esencia depende de ese orden causal, aunque el otro orden causal que deforma la esencia ─habría que decir «anti-orden»─ esté formado por no pocos sujetos de potestad eclesiástica y no pocas disposiciones oficiales ─contrarias a la tradición de la Iglesia y al sentido común─. Los santos actuaron con esta libertad interior cuando entendieron que eran custodios de la tradición, incluso con una vehemencia tal que hoy, por mor de nuestra sensibilidad moderna, nos escandalizaría.
No son pocas las plataformas eclesiásticas ─por no decir las más altas esferas─ que se apuntan a la promoción de los objetivos del desarrollo sostenible ─que fomenta el aborto o la ideología de género─, especie de nueva religión humanitaria que recuerda mucho a cómo será la futura y última manifestación de la iniquidad; ni pocas las actuaciones públicas que vulneran el más mínimo sentido de la conservación del depósito de la fe que nos pidió san Pablo ─véase la conmemoración del quingentésimo aniversario de la ruptura luterana o la postración pachamámica con ocasión de la reunión panamazónica, entre otros muchos ejemplos─; ni pocos los decretos, mandatos, nombramientos e imposiciones que tienen un común denominador, según aquello de lo que ya se lamentaba san Basilio el Grande, doctor de la Iglesia, durante la crisis arriana del siglo IV: que la promoción dentro de la Iglesia era para los propagadores de la herejía, mientras que la persecución se reservaba para los defensores de la ortodoxia.
Ante este panorama hay que esperar el milagro y para eso rezamos. Pero el milagro, según la doctrina de santo Tomás, no es una creación de Dios, no es un acto al margen de las causas segundas, no es «saltarse» el orden natural de los seres. El milagro es una mutación en el orden de las causas segundas, cuyo giro o nueva ordenación no puede proceder de las mismas causas segundas, sino de la Primera. Por eso dice santo Tomás que solo a Dios corresponde mutar el orden natural. Es una actuación informativa especial, que presupone la existencia y participación de los entes, y que, por lo tanto, en la medida en que todos y cada uno de nosotros formamos parte de esas causas segundas, así como el orden que podamos propugnar, somos parte material de ese milagro, cuya forma será dada por Dios. Dado que la materia ha de estar bien dispuesta a recibir la forma, la conclusión es clara: rezamos sí, pero es imprescindible que cambiemos las cosas. Que cambiemos las causas que han llevado a este desastre y cambiará el mismo desastre, sea sostenidos por la ayuda providencial ordinaria de Dios ─y esto será poco a poco, con paciencia y perseverancia─, sea por la reordenación milagrosa que produzca los frutos deseados antes de lo humanamente esperado.
Febrero 2023
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.