Bien, Marcelino. Has sido un buen muchacho y Yo estoy deseando darte como premio lo que tú más quieras [...] y ante la insistencia dulce de Nuestro Señor al ofrecerle todo aquello que podría haber saciado los deseos del pequeño niño, respondió: Sólo quiero ver a mi madre, y a la Tuya después.
En todos los hogares cristianos hay ya preparativos para celebrar las fiesta de la Navidad. Los anfitriones piensan de qué viandas disponer y los huéspedes en los días, lugares y traslados necesarios para poder encontrarse con los suyos. Todo respira familia y amistad en estas jornadas, incluso en medio de un mundo despersonalizado en que los lazos naturales están desapareciendo. Pero la vuelta al pueblo, a la casa paterna, embriaga hasta a los que viven sumergidos en el bullicio de este siglo con una mezcla de nostalgia y ternura. Y es que el Niño Dios ha nacido ─rezan los villancicos─ pobre en un portal, aunque tiene por padres a los corazones más cargados de tesoros que han pisado esta Tierra. Y cada familia, cada hogar, quiere ser, con todas sus deficiencias, como una reproducción de la compañía fresca y delicada de la Sagrada Familia. Al final, todos participamos del auténtico deseo de Marcelino Pan y Vino: ver a nuestras madres. Y es que la Navidad tiene, ante todo, un sentido contemplativo. Sea que todavía Dios nos la conserva y acudimos al regazo materno como los niños que nunca dejamos de ser, sea que Dios nos la quitó y no podremos más ─en este siglo─ volverla a estrechar entre nuestros brazos, el deseo de tornar a la madre ─y quien dice madre dice padre, hermanos, familia, hogar, patria... todos reflejos de nuestro verdadero Origen─ se impone en la data navideña como una especie de venero santo que nos hace recuperar la vida, tantas veces inerme, hecha jirones, por el activismo febril que nos engulle. Y es que al estar sometidos a la tiranía del Homo Faber, la Navidad se terminó convirtiendo en un refugio antimoderno ─por ser cauce de contemplación─ en donde se recuperaban las deliciosas prácticas de la antigua civilización.
En la tradición belenista del arte napolitano suele colocarse la figura de «el pasmado», hombre absorto en lo que mira, cuyo oficio no es sino contemplar el Misterio. No amasa el pan ni hila con la rueca; no pastorea el rebaño ni cuida el huerto; tampoco ofrece regalos al Niño ni ayuda en lo que ha menester san José; sino que calla y ve, solo mira, cautivo su espíritu, y su semblante, su alma, todo su ser, quedan como en suspenso amoroso. Cumple así la palabra del salmo: contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará (Sal 33, 6). San Agustín, en su Contra Faustum Manichaeum describe la contemplación como «una santa embriaguez que aparta al alma de la caducidad de las cosas temporales y que tiene por principio la intuición de la luz eterna de la Sabiduría». Y qué causa el anhelo de una verdadera Navidad en familia sino una santa embriaguez, que sacándonos de los negocios terrenales nos centra en el quicio de nuestra vida para que no perdamos el fin al que debemos ir. La Navidad es tiempo de contemplación, pero una contemplación hermanada según los lazos de la sangre, que se reune para mirar hacia esa Trinidad en la Tierra que es la Sagrada Familia, modelo perfecto de cualquier otra, hogaño como antaño. Y así, mirando a la Sagrada Familia, descansando el espíritu, la Navidad se convierte en la mejor escuela de aquello que enseña la doctrina agustiniana: la doble dimensión del amor, la distinción entre el frui y el uti, entre los bienes amables como fin y los bienes amables como medio; y la ordenación del uti al frui, del medio al fin, y que, en definitiva, se resuelve en la ordenación del amor: a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo ─y a todo lo creado─ por Dios. Estos amores ─rematará el Águila de Hipona en De Civitate Dei─ en última instancia, son los dos amores ─el uno ordenado, el otro invertido─ que «dieron origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la del Cielo».
Y, sin embargo, según el espíritu marxista, el Mundo no está hecho para ser contemplado, sino para ser transformado. Se han invertido los amores. Se ha colocado el bien temporal como fin, que debe buscar el hombre por la transformación de este Mundo. Un bien temporal que consistirá en una sociedad «más humana, más igualitaria, más democrática, más libre, más digna, más global, más ecológica, más...» ─todos los timbres demagógicos que quepan─, para lo cual hacen falta unos medios: la religión, necesaria en una etapa de minoría de edad del hombre, según el pensamiento kantiano y postkantiano ─¡ay, cuántos cristianos de nombre aquí!─ o la antirreligión, «opio del pueblo», según el padre doctrinal del comunismo. No importa tanto la discusión sobre los medios, sobre el uti, sino la perversión del frui, porque en ambos casos lo que se edifica es la ciudad de los hombres como contraria a la ciudad de Dios. No importa tanto «conservadores» o «progresistas», si lo que conservan los primeros y lo que hacen avanzar los segundos es la Revolución, según la expresión chestertoniana. ¿Y qué Revolución? La de la Modernidad que ha dado la vuelta a los dos amores.
La Navidad, dice Chesterton, es «la gran fiesta del hogar [...] y si la Navidad se volviera más familiar, en vez de menos, creo que aumentaría enormemente su verdadero espíritu, el espíritu de la niñez». Los niños, por su propia naturaleza, tienden a usar todo lo que tienen a su alcance en algo que les haga disfrutar. Tienden al frui, a través del uti, en cada instante, sin importarles los fríos cálculos del beneficio futuro. Y si el espíritu de la niñez es el verdadero espíritu de la Navidad, éste nos enseñará no los arrumacos filantrópicos del cambio del Mr. Scrooge de Dickens, que de despreciar al pobre con sus «¡Bah, paparruchas!» pasa a derramar sus bondades sobre él ─una mudanza ciertamente alabable─, sino a procurar que todo aquello que tenemos a la mano, todo aquello que existe, todo lo que es uti, nos conduzca a la contemplación del Frui.
Por esta razón, la Navidad es un espacio antimoderno. Si Platón, al inicio del libro segundo de Las Leyes, al hablar sobre la educación y la música, pudo decir: «Pero los dioses, compadeciéndose del género humano, nacido para el trabajo, han establecido para los hombres los festivales divinos periódicos para el alivio de sus fatigas, y les han dado como compañeros en esas fiestas a las Musas, y a Apolo que las preside, y a Dionisos para que nutriéndose del trato festivo con los dioses, mantengan la rectitud y sean equitativos»; ¡qué no podremos decir nosotros de la Navidad! ─en donde el arte de las Musas es tan esencial, por otra parte─ que es alivio de cansancios morales en compañía de los nuestros, para que tratando al Dios hecho Niño, nos nutramos de la Paz que viene a traernos y mantengamos la rectitud de medios y fines o, si se ha perdido, recuperemos el estado originario de la equidad, de dar a cada uno lo suyo, esto es, de dar a Dios lo que es de Dios, porque sólo entonces daremos a la criatura lo que es de la criatura.
La Navidad es un baluarte antimoderno porque nos hace querer ver a nuestra madre. Porque nos sanea el alma, reordenando los afectos para saber contemplar al Bien Supremo, el Bien Frui por antonomasia, que en el colmo de su amor, quiso hacerse Uti, en una familia, como medio, camino y puente. Porque nos vuelve a poner delante de los ojos al Pimpollo de canela, Lirio en capullo ─como canta el villancico de Juan Francisco Muñoz y Pabón─ que es lazo de unión entre Dios y los hombres, incapaces por sí ─y por la mácula de los orígenes─ de alcanzar el Fin último que el Creador ha dispuesto como descanso pleno y perfecto: la visión de su Divina Esencia. Y nos lo pone delante de los ojos para que nos convirtamos en otros tantos «pasmados», con el oficio supremo de contemplar al hecho materia, como anticipo de lo que haremos eternamente en el Cielo: contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
La Navidad es la gran fiesta del hogar, la fiesta de nuestra niñez, la fiesta del Niño, porque es la fiesta de la contemplación.
Diciembre 2022
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga»