Este Jueves, día uno de Diciembre, ha fallecido mi única hermana, hemos sido cinco chicos más. Ello me lleva a reflexionar sobre la muerte.
Solemos honrar a nuestros difuntos con un funeral, al que asistimos generalmente por motivos de parentesco, amistad o cualquier otro motivo social, pero los creyentes sabemos que nuestra presencia allí sólo alcanza su pleno sentido si rezamos por la persona difunta.
Sobre la oración por los difuntos nos dice la Sagrada Escritura: «(el noble Judas) mandó hacer una colecta en las filas, recogiendo hasta dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado; obra digna y noble, inspirada en la esperanza de la resurrección; pues si no hubiera esperado que los muertos resucitarían, superfluo y vano era orar por ellos. Mas creía que a los muertos piadosamente les está reservada una magnífica recompensa. Obra santa y piadosa es orar por los muertos. Por eso hizo que fuesen expiados los muertos: para que fuesen absueltos de los pecados» (2 Mac 12,43-46).
Nuestra fe nos enseña que después de la muerte viene el Juicio de Dios, en el que se decide nuestro destino final de condena o salvación. Dios no es imparcial, está a favor nuestro, pero respeta nuestra libertad y por ello dice San Agustín: «El Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti». Pero si estamos abiertos a la gracia de Dios, podemos esperar este Juicio con serena tranquilidad y esperanza. Como me dijo un moribundo muy creyente: «la muerte es cruzar una puerta, detrás de la cual está Dios, al que has recibido muchas veces en vida». Por supuesto que ante el Juicio de Dios, nuestra opinión vale poco, y por ello no me gusta convertir los funerales en canonizaciones del difunto, aunque hayamos tenido de él una inmejorable opinión.
Pero sucede además, que todos somos débiles pecadores y la muerte puede sorprendernos con faltas no excesivamente importantes, pero que hemos de purificar, como sucede en la oración de 2 Mac. Ello hace que el Purgatorio sea una realidad y que el rezar por quienes allí se encuentran sea lo mejor que podemos hacer por ellas y lo que más nos van a agradecer.
Y aunque he dicho que no me gusta hacer hagiografías de los difuntos, voy a contar algo que he contado en otras ocasiones, pero sin decir la protagonista mientras vivió y porque creo que puede ser de interés para muchos. Me contó mi hermana que en el Colegio les pusieron la siguiente redacción: «¿Qué esperáis de la vida?». Ella contestó brevísimamente en la redacción seguramente más corta de su vida: «Amar y ser amada». Años más tarde, una de sus compañeras, monja misionera, le comentó: «No tienes ni idea de lo que tu redacción influyó en mi vida».
Ojalá nos planteemos todos cuál es el sentido de nuestra vida y lleguemos a tener ideas así de claras sobre para qué estoy en este mundo. Me contó un amigo que haciendo un Master surgíó en clase esta pregunta a gente que rondaba en su mayoría los cuarenta años. Me dijo: «fuera de mí, católico practicante, y un protestante, los demás no tenían ni idea». Y es que la fe es un don de Dios que ilumina nuestras vidas y hemos de pedirle a Dios que nos conceda su gracia para aceptarla y saber así tener una orientación clara de nuestra tarea en este mundo.
Pedro Trevijano, sacerdote