El otoño ha llegado. Tarde, pero finalmente ha llegado. Los días se hacen cada vez más cortos, la naturaleza parece que envejece. El verde brillante de los bosques deja paso a los amarillos y ocres pálidos (que también tienen su encanto) hasta que el invierno termine por desnudar a los árboles, regalando sus hojas al viento. Vivimos días más oscuros, lluvias más frecuentes. El ambiente se entristece y se escapan los anhelos hacia la próxima primavera. ¿Qué mejor telón de fondo que noviembre para recordar a nuestros familiares difuntos?
En el artículo anterior de la serie 'tres escalones hacia la fe', Juan Ignacio reflexionó sobre las distracciones. Observó que vamos acelerados por la vida, sin prestar atención al sentido de nuestra existencia y descuidando nuestra dimensión espiritual. Ahora pretendo subir un escalón más. Y aprovecharé el ambiente otoñal para reflexionar sobre un tema poco popular: el final de la vida. La dificultad que tenemos para hablar de la muerte es señal de que vivimos en la sociedad de la eterna juventud. ¿Qué sentido tiene acordarnos de los que ya no están? ¿Qué significado le damos a la muerte y cómo nos enfrentamos a ella?
Todos experimentamos un estremecimiento ante esta realidad que acompaña al ser viviente. Al contrario de los animales, que desconocen el fatídico desenlace que les espera, nosotros sí podemos reflexionar sobre la muerte. Todo buen pensador ha explorado en la oscuridad del final del túnel de la vida para, en último término, preguntarse por su sentido. Para unos, la muerte es el centro de su filosofía; para otros, simplemente es un hecho inevitable y absurdo. En medio hay una amplia gama de matices. Parece claro que, ante la muerte, el pensamiento crece y las posturas se multiplican. Pero podríamos reunir las posiciones en dos grupos: los que miran a la muerte con ojos de eternidad y los que la consideran como un punto y final. Pondré un ejemplo para ilustrar cada alternativa.
En primer lugar, tenemos la perspectiva de Platón. La muerte aparece en una de sus principales obras, el Fedón. Allí trata el tema de manera original a través de la historia particular de Sócrates. Cuenta Platón que su maestro, tras unas ajustadas votaciones, es condenado a la pena capital por deshonrar a los dioses griegos y corromper a la juventud. Pero paradójicamente, a pesar de la injusticia, Sócrates se enfrenta ante la muerte con tranquilidad y confianza. ¿Por qué?
Platón muestra los motivos en la Apología de Sócrates: La muerte me importa un comino, lo único que me importa es no cometer ninguna injusticia o impiedad (Platón, Apología de Sócrates,, Interrogatorio a Meletos). Después explica que el juicio que se ha seguido contra él no es un mal, sino un bien, pues ha podido obedecer el dictado de su conciencia y ha sido consecuente con el anhelo de justicia que promovía entre sus discípulos. Sorprende, y más hoy en día, la consideración de la muerte como ganancia y no como pérdida. La muerte, acabará diciendo Sócrates, es una de estas dos cosas: O bien el que ha muerto no es nada […] y no tiene ninguna percepción de ninguna cosa, o más bien se trata, como se cuenta, de una suerte de cambio de estado y migración del alma desde este lugar de aquí hacia otro sitio (Platón, Apología de Sócrates, Último mensaje).
Al otro lado de la cancha se sitúa nuestro segundo ejemplo, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. En el Ocaso de los ídolos, este autor critica duramente la perspectiva de Platón sobre la muerte, además de la cristiana, y teoriza sobre cómo la muerte de Sócrates, paradigma de la tragedia griega, se convirtió en el ideal que Occidente heredó. Fiel a su nihilismo, donde no es posible el conocimiento en este mundo cambiante, Nietzsche niega que el amor a la verdad y a la sabiduría liberen al hombre del miedo a la muerte.
Por otro lado, propone un cambio en la estimación de los valores sociales establecidos. En concreto, una reinterpretación de la muerte hacia un acontecimiento insensible y, por lo tanto, menos doloroso. Para este cambio, primero debe morir Dios, hasta entonces dueño de la vida y la muerte; de la salvación y la condenación. Sin Dios, el hombre se convierte en creador de su propia existencia. En consecuencia, estaría en sus manos el poder de dirigir y gobernar su muerte para que deje de ser una quiebra en la vida sino su cumplimiento, incluso otorgándole el valor de elección y liberación.
Esta visión cerrada a la trascendencia ha calado en el mundo contemporáneo. Sin embargo, sorprende que los razonamientos de los autores de un lado y otro partan siempre de la base de que los hombres llevamos dentro un anhelo de infinito, un clamor de eternidad. Recientemente escuché en una clase que, el mismo Nietzsche, no deja de hablar de ellos, a pesar de ser conceptos típicos de una visión de la muerte que cuenta con un más allá. Pero, ¿no parece esto una contradicción?
Sentimos anhelos de eternidad. Esto me parece clave, pues, además de ser una experiencia universal, es un punto de partida para todas las visiones intelectuales sobre la muerte. Miguel de Unamuno, un pensador español que se autodenominaba escéptico y en continua búsqueda de sentido, puede iluminarnos en el tema. Desde su propia experiencia afirmaba que todo corazón tiene hambre de inmortalidad. Para el bilbaíno, nuestros anhelos ponen de manifiesto que buscamos relaciones personales que traspasen el límite del tiempo y que confieran sentido a nuestra existencia. Cuando se acercaba el momento de su muerte, experimentó cómo sus ansias de eternidad se hacían más vivas y angustiosas, pero no llegó a contestar a las causas de las mismas, sino que prefirió vivir, amar y esperar.
En conclusión, hemos considerado que la vida y la muerte forman una unidad misteriosa. Son los anhelos de eternidad los que hacen de puente existencial entre una y otra. La muerte, debidamente entendida, aceptada y vivida, nos habla de nuestra dignidad y nos hace profundizar en la clase de relación que estamos llamados a establecer con nuestros familiares y amigos, en el sentido de que son relaciones que superan los límites del tiempo. Esta es la visión cristiana de la muerte y con este enfoque podemos acercarnos al verdadero significado de la conmemoración del 2 de noviembre.
Nuestra tradición de visitar los cementerios pone de manifiesto que tenemos canales para expresar nuestros anhelos de eternidad, porque la relación con nuestros seres queridos no se extingue con la muerte. Es más, reflexionando frente a la tumba de alguien que queremos, podemos valorar que el vínculo que nos unía se ha hecho incluso más fuerte, en la medida que ha ido purificándose por el amor. Acudir al cementerio, recordar a esas personas que han pasado a la otra vida y unirnos en torno a esa memoria, es un antídoto eficaz para enfrentar la visión cerrada a la trascendencia que intenta corroer la cultura. Además, considerar la propia muerte, como tantos santos han hecho, no es algo que deba paralizarnos o asustarnos. Al contrario. Es la manera que tenemos de profundizar en la esperanza futura y en la unión con los que ya disfrutan de la VIDA CON MAYÚSCULAS.
Si vas a visitar a tus difuntos estos días, alza la vista. Traza con tu mirada la dirección a la que apuntan las copas de los cipreses. Y considera esto que has leído. Entonces la muerte no te parecerá ya un muro que limita tu existencia, sino la puerta de entrada a tu verdadera Patria.
Ramón Fernández Aparicio