Cuando necesito una dosis de humor, pido el móvil a mi padre y reviso su lista de contactos. Mi familia vive en un pequeño pueblo agrícola de la Mancha donde todo el mundo se conoce por su apodo y así es como mi padre los ha guardado en su móvil de teclas: Perico «el avestruz», Juan «el mellao», Maria «la flamenca»... Es que el apodo ha sido el sistema más difundido para caracterizar la esencia de los amigos del barrio.
A raíz de esto, pensaba en los sobrenombres que se suelen emplear para aquellas personas de reconocido éxito profesional: «el lobo de Wall Street», «los tiburones de la inversión», «el pirata de los negocios», etc. En general intentan expresar un fuerte matiz de contraste. Por un lado, subrayan las virtudes necesarias para emprender grandes proyectos, como la audacia o la inteligencia; por otro, estos apodos describen facetas que siguen la lógica del poder o del dominio. Como si detrás de todo gran triunfador se escondiera siempre un embaucador. No debemos olvidar que estos «influencers» son referentes para los jóvenes que iniciamos nuestra etapa profesional y, me da la impresión de que nuestra cultura nos está recomendando mucho el glamour de éxito y fama, en lugar de proponernos algo más real, como es una vida de esfuerzo y perseverancia, o, más impopular todavía, una vida de servicio a los demás.
Estos días estoy leyendo la autobiografía de un hombre exitoso, que por más logros que conseguía, la ambición lo movía a seguir escalando, cada vez con más voracidad y con menos sentido. Su fama no hacía más que crecer, a la par que su ego. Teniéndolo todo, cuando se encontraba en la cima del éxito, un día se dio cuenta de que no acabaría nunca de saciar su delirio, pues el alimento que pedía su «corazón inquieto» no estaba en la ciudad de los hombres, sino en la ciudad de Dios. Este «joven inconformista» nació en la mitad del siglo IV, en el norte de África, con el nombre de Aurelius Augustinus, es decir, san Agustín de Hipona, una de las figuras que han dado forma a la cultura occidental. Pues bien, sus Confesiones pueden servirnos de antídoto a nuestros propios delirios de grandeza.
«Fui seducido y seductor, engañado y engañador. Soberbio aquí, orgulloso allí y en todas partes vacío. Por un lado, buscaba la gloria popular en los aplausos del teatro, los certámenes de poesía, las contiendas de coronas de hierba perecedera; por otro, deseaba purificarme de semejantes inmundicias, necesitado de liberación» (cfr. Confesiones, Libro IV, cap.I). Al leer las profundas y paradójicas reflexiones de insatisfacción ante el éxito de este Padre de la Iglesia, nos sentimos identificados y urgidos a buscar soluciones a nuestros propios problemas. Para que el trabajo contribuya a nuestra felicidad, necesitamos que esos esfuerzos tengan sentido, dirección, trascendencia; de lo contrario, nos puede ocurrir como a San Agustín, que preguntaba a Dios en uno de sus momentos de angustia: «¿Qué soy yo sin ti sino un guía que lleva al precipicio?»
La clave para recuperar el sentido del trabajo y evitar caer en un laberinto de esfuerzos inútiles es redefinir el concepto de éxito. ¿Qué sacamos con correr muy rápido si la meta es un precipicio? Porque el éxito es, en último término, el amor. Trabajar por amor, éste es el motivo que nos realiza; más que la fama o el dinero, que son aspectos accidentales muchas veces más ficticios que reales. Amar y ser amados es aquello que mejor justifica nuestra existencia y es la brújula que nos indica el segundo concepto que quisiera rescatar en esta reflexión: la vocación profesional.
La elección del trabajo funciona de un modo misterioso, algo así como la elección de una varita mágica en el mundo de Harry Potter: no es tanto que tú elijas la varita, sino que la varita es la que te elige a ti. Dios tiene un plan para cada uno de nosotros, por eso nos ha dotado de unos talentos, de unas relaciones humanas, de unas circunstancias determinadas. Es Él quien nos llama a colaborar en la tarea de mejorar el mundo, ayudar a las personas, servir a los demás.
Todos tenemos nuestro lugar en el mundo y el trabajo de cada uno es relevante para el bien común, como cada miembro del cuerpo es necesario para la salud de la persona. El alto ejecutivo y el trabajador manual tienen en común que han sido llamados por Dios para trabajar en el desarrollo de la Creación. Por esa razón me parece muy bonito cuando se aprovecha la profesión para idear apodos, como Paco «el herrero» o Dolores «la panadera», que también aparecen en la lista de contactos de mi padre, o como Jesús, «el hijo del Carpintero» (Mt 13, 54).
San Agustín ha pasado a la historia con el sobrenombre de «Doctor de la gracia». Su gran éxito fue entender que lo importante en la vida no es la fama o el poder para dominar a otros, sino tener un corazón grande donde quepa la gracia de Dios que necesitamos para amar y servir a los demás. La profundidad de este descubrimiento puede vislumbrarse en una de sus sentencias más famosas: «Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Ramón Fernández Aparicio