¡Acertaron, queridos lectores! El título de esta nota es el verso de un tango: «Cuesta abajo», de 1934, obra de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Me gusta el tango, sobre todo, Gardel y Piazzola. El Mudo «cada vez canta mejor», y don Astor asumió lo esencial, el ritmo, y lo llevó a la categoría de música superior. Algunos tangos, pienso en el pesimismo profético de Discépolo, expresaron popularmente una filosofía del sentido común.
Nos duele la Argentina que ya no es. El General Charles de Gaulle acuñó acertadamente, una definición de país: «Un país necesita tres elementos esenciales: una moneda, un idioma, y un ejército». Argentina Presidencia, la ex República Argentina, es un NO País: ni moneda, ni idioma, ni Fuerzas Armadas. Nunca en la historia habíamos caído «cuesta abajo en la rodada», tan profundamente, hasta la dolorosa inexistencia.
Que no tenemos moneda es una comprobación cotidiana: devorados por la inflación, no hay precios. Es preciso desprenderse cuanto antes de los pesos, porque se convierten en nada en cuanto salen de la máquina emisora, sin respaldo alguno. Ningún ministro de Economía podrá resolver el problema monetario sin decidir una reforma del Estado, que financia su gasto tan exorbitante como su estructura, emitiendo pesos fantasmagóricos. La cuestión de la moneda es de carácter macroeconómico y político, más aún filosófico. Pero con efectos terriblemente concretos: casi la mitad de la población ha caído en la pobreza, y un alto porcentaje en la indigencia. Un país como el nuestro, que podría alimentar a más de cien millones de personas, porque es potencialmente rico, exhibe la vergüenza de que muchos niños pasen hambre.
El idioma castellano es arruinado oficialmente por la imposición de la ideología de género, que difunde el lenguaje «inclusivo». Ignorancia pura en la cúpula del gobierno, que justifica la ruina del idioma por la referencia al habla del Sumo Pontífice, cuando se dirige a «fratelli e sorelle». En francés se diría «frères et soeurs», en inglés «brothers and sisters», y en alemán «brüder und schwestern». En esos idiomas hay palabras diferentes para designar al sexo masculino y al femenino, pero en español, el idioma oficial de nuestro país, una sola palabra: «hermanos» designa a varones y mujeres, ya que masculino es un género no marcado (así lo designa la Gramática de la Real Academia), que incluye la designación del sexo femenino. La ignorancia de la casta política va unida a su impertinencia: el gobernador de la provincia de Buenos Aires ha exhortado a los jóvenes a rebelarse y a «hablar como les dé la gana»; y el presidente de la Nación no se avergûenza de decir «chicos, chicas, y chiques». El gobernador lanzó este disparate: «Somos independientes, no tiene que venir España a enseñarnos cómo hablar». El mal ejemplo es tanto o más ridículo cuando la sociedad, en todos los niveles, no adopta esa deformación del habla. El reciente Censo ha registrado que solo el 0,12 por ciento se identifica con un «género» que no es el masculino o el femenino; se podría pensar que esas personas adoptan el idioma «inclusivo». Esta cuestión del idioma es fundamental; de Gaulle ha visto muy bien que integra la identidad de un país. Somos independientes, y hablamos español. Existe, por cierto, el patois o lunfardo de la ciudad de Buenos Aires, al que José Gobello llevó a nivel académico.
El tercer elemento son las Fuerzas Armadas, menoscabadas por la casta política, que se ha hecho dueña de la «democracia recuperada», y vive a costa del pueblo trabajador. Gracias a Dios, no debemos preocuparnos por una perspectiva de guerra, porque el material militar está oxidado por la obsolescencia, y los sueldos del personal son una miseria. Las guerras suelen impulsar el desarrollo de nuevas tecnologías. La invasión rusa de Ucrania, y la defensa del país agredido, han mostrado el despliegue de drones de extraordinaria eficacia, y misiles antitanques de última generación, un arsenal de armas impresionante del que nuestras Fuerzas Armadas están lejos. Pero no existe un país si no está protegido por una teoría y un presupuesto de Defensa Nacional. A la casta política este asunto la tiene sin cuidado; otras son sus preocupaciones. En el Ministerio de Salud Pública (no estoy seguro de que sea ésta la nomenclatura) se ha creado recientemente una Secretaría de Talento Humano. De paso, debo mencionar la persecución de que se ha hecho objeto a militares acusados de violación de los derechos humanos, en la década del '70, manipulando el concepto de «lesa humanidad». Muchos murieron en la cárcel sin estar condenados con sentencia firme. La casta política, entre tanto, baila en la cubierta del Titanic.
Entonces: ni moneda, ni idioma, ni ejército.
En otras oportunidades me he referido a las calamidades nacionales, que perduran y se agravan mientras los políticos ya discuten por las candidaturas para el próximo turno electoral del año que viene. El electoralismo es la plaga que enferma a la democracia. Una mujer procesada por asociación ilícita, y complicada en más de diez causas de corrupción, ha sido votada como vicepresidente y es, como se sabe, quien detenta el poder real; ella es quien, según se ha dicho, «tiene la lapicera». La situación presente es el último avatar, por ahora, del transformismo peronista. El académico José Claudio Escribano ha escrito recientemente acerca de la supervivencia del mito y las cabriolas adoptadas para seguir actuando en el espectáculo de nuestra decadencia: «Imposible desatender el papel estelar que el peronismo ha protagonizado en ese campo a lo largo de más de 75 años. Ha sido campeón del transformismo, entre el estupor a menudo impotente de los opositores, y la constatación fascinada del mundo que, sin ahorrar críticas ante la extraordinaria plasticidad -o cinismo- demostrada, anota y estudia ese fenómeno casi único de la política contemporánea».
Una cuestión elemental que no es percibida en toda su gravedad es la despoblación de nuestro enorme territorio; según el último censo, recentísimo, lo ocupamos 17 personas por kilómetro cuadrado. No me canso de citar el axioma de Juan Bautista Alberdi, el autor de las «Bases» sobre las que se ha compuesto nuestra Constitución, en 1853: «Gobernar es poblar». Necesitamos multiplicar el número de habitantes. Además de la inmoralidad de la inicua ley que despenaliza el aborto, su alcance geopolítico es terrorífico: desde diciembre de 2020, en el sistema público «de salud» se han practicado más de sesenta mil abortos. Podemos pensar, entonces, que más de sesenta mil argentinos fueron asesinados antes de nacer.
La casta política vive ajena a los rigores de la pobreza, que sufren los habitantes de este NO país. La corrupción es un mal endémico, frecuentemente disimulado con artilugios más o menos legales. Un ejemplo escandaloso: la vice, ex presidente, cobra mensualmente dos pensiones que suman cuatro millones cien mil pesos. Es el monto que corresponde a la jubilación mínima de 110 jubilados. Además los puestos estatales favorecen a parientes y amigos, todos mantenidos por el esfuerzo de quienes tienen la fortuna de contar con un empleo estable. No se puede negar la objetividad de la injusticia que sufre toda la sociedad. Por otra parte, se ha desencadenado un ataque contra el Poder Judicial, y la mismísima Corte Suprema, vinculado con la búsqueda de impunidad de la vicepresidente, y otros funcionarios corruptos.
Añádase a todo lo que debemos lamentar el dolor de no ser ya un país católico, ¿lo fuimos alguna vez? No estoy en condiciones de esbozar ahora una mínima historia de esta dimensión del ser argentino. Sobre el sustrato heredado de España se sumaron diversos factores negativos. Las imágenes recogidas por los artistas muestran numerosos eclesiásticos en el Cabildo Abierto de 1810, y en el Congreso de Tucumán, que declaró la Independencia el 9 de Julio de 1816. Luego sobrevinieron las luchas civiles, y la presencia activa de la masonería en la vida pública. A fines del siglo XIX, y las primeras décadas del XX, fue abundante la inmigración. Como solía decirse, los que llegaron «dejaron la religión en el barco».
El primer gobierno peronista (dejando de lado la estimación propiamente política que podría hacerse) cumplió con el artículo segundo de la Constitución Nacional, que establece la armonía y el apoyo del Estado a la Iglesia Católica. Pero el segundo, que comenzó en 1952, fue copado por la masonería. El vicepresidente, almirante Teissaire, y el ministro de Educación, Méndez San Martín, eran masones; probablemente también lo eran otros funcionarios. Perón promulgó una ley de divorcio, suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas, y expulsó del país a dos eclesiásticos; a medida que su gobierno se convertía en una dictadura, crecía la oposición en la sociedad, y su populismo causó una profunda división. Hay un episodio, que una «corrección política» ha hecho olvidar, de lo que fue expresión máxima de persecución contra la Iglesia: el saqueo y la quema de doce iglesias, las más antiguas y de extraordinario valor histórico de Buenos Aires: la Catedral, Santo Domingo, San Francisco, San Ignacio, La Merced, San Roque, San Miguel Arcángel, San Juan Bautista, La Piedad, El Socorro, San Nicolás de Bari, y Las Victorias. En esta última golpearon salvajemente al padre Jacobo Wagner, sacerdote redentorista, que murió a los pocos días. Los autores fueron una horda de peronistas fanatizados que contaron con la permisión oficial; la policía y los bomberos no intervinieron. El ataque sacrílego profanó la Santísima Eucaristía, y las reliquias de santos y mártires, y destruyó sagrarios y altares a martillazos; las imágenes de Cristo y de la Virgen fueron despedazadas. La misma suerte corrieron las vestimentas litúrgicas, manteles, cálices y copones, candelabros, confesionarios y bancos. Obras de arte y tallas policromadas de la época colonial fueron quemadas; violaron las alcancías que recogen las limosnas de los fieles para alzarse con ellas. Los sepulcros de los próceres allí sepultados fueron violados, y diseminados sus restos, y arrancadas las banderas de la Patria. Quizá el caso más grave, en cuanto al valor del patrimonio, ha sido el saqueo e incendio de la Curia Arzobispal metropolitana. Además de imágenes religiosas y obras de arte, fue destruido el valioso archivo que contenía más de ochenta mil documentos, en los cuales figuraba la historia del río de la Plata, desde el año 1600, y varias bibliotecas con miles de volúmenes: tres siglos y medio de historia de la vida del período colonial e independiente. El saqueo e incendio de la sacristía de la Catedral de Buenos Aires ha hecho perder objetos de arte, y documentos. Un tesoro valiosísimo; la magnitud de la pérdida es incalculable. Recuerdo vívidamente el recorrido por las iglesias incendiadas; yo tenía doce años, y me llevaron mis padres. Muchos otros fieles hicieron esa visita, que hacía pensar en la persecución y el martirio. Conmovía profundamente comprobar que, también en nuestros días, la Iglesia podía vivir lo mismo que en tantos momentos históricos había padecido.
Esa orgía de impìedad, de odio, y de violencia inhumana, constituye un crimen tan abominable que no puede ser olvidado; se destaca esa noche del 16 al 17 de junio de 1955 como un desfogue demoníaco de odio, y de incomprensión del Misterio sacramental de la Iglesia. La posterior peronización de la vida católica ha llevado al implícito compromiso de olvidar aquel hecho, único en nuestra historia. A propósito, en un artículo publicado en «La Prensa», Carlos Ialorenzi, ha escrito: «Es triste ver que tantos callen, ignoren u omitan recordar este hecho, incluyendo lamentablemente también a la cúpula de nuestra Iglesia».
El dolor de ya no ser un país cristiano puede prescindir de ese ya; es, simplemente, el dolor de no serlo. Una sociedad en la que reinan los principios de la fe, y el respeto y aprecio del orden natural de las cosas -no es la nuestra- no podría soportar seguir cayendo en la rodada hacia una inexistencia sin fondo.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata