Desde hace algunos años, cuando se acerca el aniversario de la famosa carta encíclica de Pablo VI, escribo unas líneas para apoyarla. Alguna vez, como sucedió en 2009 a raíz de un artículo mío en el Osservatore Romano, se ha producido un considerable revuelo. En aquella ocasión presentaba un trabajo de la FIAMC en el que demostrábamos que la píldora anticonceptiva era con toda probabilidad uno de los causantes de la creciente infertilidad del varón europeo debido a la contaminación que sus metabolitos producían en el ambiente y en los alimentos. Aun se encuentran en los buscadores de internet críticas y apoyos a aquel documento.
Sin embargo, el núcleo de la enseñanza de la encíclica, que ya tenía precedentes y que tuvo posteriores reafirmaciones pontificias, alcanza un nivel más elevado: los hijos son un don y un bien del matrimonio. No son un efecto secundario del mismo sino uno primario. Son buenos para la familia, la Iglesia y la sociedad. La transmisión de la vida humana es algo que se tiene que tomar muy en serio. Es por eso que es en la familia donde mejor se acoge amorosamente la vida y donde mejor se conllevan los grandes y pequeños problemas de la vida.
En algunas ocasiones, por motivos diversos graves, los esposos deben espaciar los nacimientos de sus hijos y seguir teniendo relaciones íntimas regularmente. En la propia naturaleza de la mujer se halla la clave para que la relación matrimonial no rompa su donación recíproca total o los significados unitivo y procreativo, a la vez que se espacia la concepción de un hijo. Es en el conocimiento de los periodos fértiles (unos cuantos días al mes) y de los infértiles de la mujer donde se pueden tomar decisiones para concebir o para espaciar.
Siempre he dicho que los anticonceptivos atentan contra derechos de Dios Creador y contra los derechos humanos. Contra el derecho a que no nos quiten la vida, en el caso de los fármacos o instrumentos micro-abortivos. Contra el derecho a la igualdad razonable entre los sexos, porque la carga contraceptiva casi siempre recae sobre la mujer. Contra el derecho a una atención sanitaria con los menos efectos adversos posibles, porque los contraceptivos provocan daños y los medios naturales de reconocimiento de la fertilidad no. La fertilidad no es ninguna enfermedad. Contra el derecho a la educación, porque toda mujer debería poder ser instruida en el reconocimiento de sus ritmos de fertilidad-infertilidad. Hoy en día los métodos naturales de regulación de la fertilidad, de reconocimiento de las fases fértiles de la mujer, son sencillos de aprender y de enseñar. Maridos y mujeres cooperan activamente en su aplicación y, en ocasiones, también se sacrifican en unos días de abstinencia. Los profesionales sanitarios fuimos requeridos explícitamente en la encíclica a dar a los esposos que nos consultan sabios consejos y directrices sanas que de nosotros esperan con todo derecho.
No entiendo esta resistencia a aceptar los ritmos de la naturaleza sana en la cooperación de los esposos con el Creador. Si solo una pequeña parte de los ríos de tinta, litros de saliva y millones empleados en contracepción se empleasen en regulación natural y en hablar de la sana antropología, toda la familia humana se beneficiaría de ello en muchos aspectos. No nos podemos poner de lado como don Tancredo ante un reto que hoy en día ya es descomunal: ayudar a los esposos a ser buenos amantes y padres.
Dr. José María Simón Castellví
Presidente emérito de la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (FIAMC)