¿Hasta qué punto se puede unir sacerdocio y celibato? Pío XII autorizó a pastores protestantes convertidos a desarrollar el ministerio sacerdotal dentro de la Iglesia latina aun continuando regularmente su vida conyugal. Corresponde sólo al Papa conceder por necesidades pastorales en la Igle4sia de rito latino la ordenación sacerdotal de hombres casados y suelen ser exclusivamente pastores de otras confesiones cristianas pasados al catolicismo.
Por su parte, el concilio permitió el acceso al diaconado «a hombres de edad un tanto madura, aunque estén casados» (LG, 29). ¿Se extenderá este permiso al presbiterado? Muchos lo solicitan, debido a la insuficiencia de sacerdotes y al derecho de las comunidades a participar de la eucaristía. Para Pablo VI «esta eventualidad produce en Nos graves reservas» y Juan Pablo II se ha expresado en contra en varias ocasiones, recogiendo la Exhortación Pastoral «Pastores dabo vobis» la siguiente proposición del Sínodo de 1990: «El sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino» (nº 29).
Sin embargo, esta escasez hace que hoy en día muchos discutan el carácter obligatorio del celibato sacerdotal. Se dan variadas razones en favor de la libertad de elección, desde el mayor valor de una opción totalmente libre y en la que se buscaría el celibato en sí, hasta el que con el carácter obligatorio da la impresión de que sus valores propios carecen de fuerza para motivar por ellos mismos el ser escogidos, haciéndose así también más difícil el descubrimiento personal de una cosa que se acepta por necesidad. Desde luego, ordinariamente los sacerdotes no escogemos el celibato por sí mismo, sino que lo que escogemos es recibir un ministerio que lleva consigo el celibato, aunque considerando que el celibato puede servirnos para el desarrollo en Cristo de nuestra personalidad y para la realización de nuestra misión en la Iglesia.
Sin embargo, hay que reconocer que tampoco las Iglesias, como la anglicana, con celibato opcional, tienen resuelta la crisis de vocaciones, sino todo lo contrario; pues su problema vocacional es aún mayor que el nuestro, y sin olvidar además que la supresión del celibato posibilitaría y fomentaría una concepción del sacerdocio mucho menos vocacionada, con el peligro de concebirlo como un funcionariado, y no como una respuesta a la llamada de Dios. Actualmente, está claro que la legislación sobre el celibato no va a cambiar en un futuro próximo, por lo que nadie debe ir al sacerdocio si no está dispuesto a asumir el sacerdocio y el celibato.
¿Debiera cambiar la legislación? ¿Que esta legislación debiera variar?: Hay varios problemas distintos: uno, como sucede con la Iglesia oriental y con el diaconado permanente, la ordenación de personas casadas, si bien conviene recordar que estos diáconos, si enviudan, no pueden volver a contraer matrimonio; otro, el permitir ejercer el sacerdocio a quien contrae matrimonio después de su ordenación; otro, los problemas de muchas Iglesias jóvenes misioneras, poco habituadas a considerar el celibato como un valor; otro, la secularización de los sacerdotes que creen haber equivocado su camino. La ordenación de personas casadas, ya concedida para el diaconado por el Concilio Vaticano II (cf. LG 29), se ha autorizado ya a algún pastor anglicano o protestante pasado al catolicismo, pero sigue siendo muy improbable que se autorice la práctica del ministerio propiamente sacerdotal a aquéllos que han contraído matrimonio después de su ordenación (salvo naturalmente la absolución en artículo mortis, que la Iglesia siempre autoriza).
Por supuesto que los ex-sacerdotes tienen derecho a nuestro respeto y consideración y a no ser abandonados, faltando a su deber los obispos y sacerdotes que no obren así (cf. Sacerdotalis caelibatus, 95). Dado además que muchos de ellos siguen siendo católicos practicantes, conviene por el bien de ellos y de la Iglesia, que no tiene por qué desaprovechar su riqueza humana y cristiana, integrarlos en otros tipos de apostolado eclesial.
Para Pablo VI el celibato es «una ley capital de nuestra Iglesia», «una norma muy elevada y exigente, cuya observancia hace necesario, además de un irrevocable propósito, un especial carisma. Es decir, una gracia superior e interior, y es eso lo que le convierte en acorde a la vocación de la única secuela de Cristo y conforme a la respuesta total del discípulo, que deja todas las cosas para seguir solamente a Él y para dedicarse total y exclusivamente, con un corazón indivisible, al ministerio en favor de los hermanos y de la comunidad cristiana.
Todo esto hace del celibato eclesiástico un testimonio supremo del reino de Dios, un signo único que habla por sí solo de los valores de la fe, de la esperanza, del amor, una condición incomparable del pleno servicio pastoral, una ascética continua de perfección cristiana» (1-II-1970).
En cuanto a Juan Pablo II, escribía así en su libro Amor y responsabilidad antes de llegar al papado: «La virginidad física es la expresión exterior del hecho que la persona no pertenece más que a sí misma y a Dios». «El celibato de los sacerdotes, tan estrechamente ligado al hecho de consagrarse a los negocios del reino de Dios sobre la tierra, exige completarse con la virginidad, aun cuando en principio el sacramento del sacerdocio pueda ser recibido por los hombres que han vivido en el matrimonio». Si a todo esto añadimos el pansexualismo de la sociedad actual, creo que el celibato cumple una espléndida función de testimonio de que la corrupción de costumbres no es algo inevitable y, por tanto, la Iglesia debe mantenerlo.
Pedro Trevijano, sacerdote