Actualmente se habla más bien de ordenación episcopal, en referencia al Sacramento del Orden Sagrado, el sexto en la lista catequística de los sacramentos, que confiere tres dignidades: diácono, presbítero, y obispo; las cuales se comunican mediante la silenciosa imposición de manos, y la plegaria que es una invocación al Espíritu Santo. El rito indicado en el Pontifical incluye tres elementos que acompañan al gesto silencioso: en primer lugar, antes de la imposición de las manos, el candidato debe acostarse de bruces y cuan largo es, en señal de humildad y de súplica; entonces se cantan las Letanías de los Santos, para invocar el auxilio de aquellos cristianos que ya obtuvieron la victoria. Es como si el Cielo se precipitara a la tierra para recoger el humilde propósito de quien va a ser consagrado. Luego, después de la imposición de manos que realiza el celebrante principal, el que consagra, todos los obispos presentes también reproducen en silencio el gesto que señala la incorporación del nuevo obispo a la comunión de la fraternidad episcopal.
Sin embargo, no se debe olvidar el término consagración, con su significado: a semejanza de Jesús, que fue consagrado y enviado al mundo, el obispo es segregado y dedicado a Dios, quien lo toma para sí. De ese modo, por esa acción sagrada, misteriosa, ese hombre se suma a la cadena de la sucesión apostólica; podemos decir que mediante esa realidad sobrenatural, el elegido es asimilado a uno de los Once. No a Pedro, el primero de todos ellos que, según la fe católica, continúa viviendo en el Pontífice Romano, a quien se llama por eso Sucesor de Pedro. Cualquier obispo, yo mismo, podría actualizar la figura de Juan, de Santiago, de Andrés, o tal vez la de Matías, que ganó aquella condición en un sorteo para completar el número de los Doce, en lugar del innombrable Traidor (Entre paréntesis, muchas veces he pensado en el otro candidato propuesto por la comunidad a pedido de Pedro: era Jesús, llamado Barsabás, y apodado «el Justo». ¿Qué se habrá hecho de él?). El sorteo se hizo según las costumbres de la época; el libro de los Hechos de los Apóstoles señala que «se dieron suertes» (klērous) a los dos, y el klēros, el «clero» cayó sobre Matías, quien fue sumado a los Once. De paso, notemos que clero significa suerte. Precedió la oración, porque era Dios el que había de señalar al elegido (Hch 1, 21-26).
La elección de Matías mediante un sorteo puede evocar la importancia de las causas segundas en una promoción al episcopado, las cuales son incluidas en los designios de la Providencia divina; no habría que soslayar, por cierto, la fe, la recta intención y la plegaria.
El título de Sucesor de los Apóstoles, bien considerado, hace temblar; por un lado –se me ocurre- nos asemejamos a aquellos en su imperfección primera, que los Evangelios no disimulan; y, por otro, a aquella gozosa comunión posterior con el Resucitado. El llamamiento al comienzo era: «Vengan, que yo les haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19); vengan detrás de mí (opisō mou), es decir, «síganme»; ellos no podían sospechar, entonces, que tal seguimiento llevaba a la Cruz. Luego, después de la Resurrección, bajo la luz y el impulso del Espíritu Santo, la palabra del envío fue «vayan y enseñen (mathēteusate; en latín, docete, Mt 28, 18), hagan discípulos en todo el mundo». Jesús, a quien el Padre ha dado todo poder (exousía), estará siempre con nosotros, todos los días (Mt 28, 20: pasas tas hēmeras). Es esta una consoladora convicción que acompaña la diligente entrega del obispo al trabajo pastoral. Un recaudo a tener en cuenta: una posible absorción de su persona por las realidades de la sucesión apostólica, y la actividad correspondiente, pueden hacerle relegar a un segundo plano la íntima y personalísima relación con Cristo, que ha de vivirse en la fe, la adoración y una caridad (agápē) ardiente; virtudes que realzan la personalidad, sostienen y otorgan pleno sentido apostólico -es decir, de identificación con los Doce- a la acción exterior, por más «pastoral» que a esta se la pretenda. La hondura de la misión episcopal no suele, no puede, ser comprendida por la mayoría de los periodistas, que exhiben el título de «especialistas en cuestiones religiosas». Por desgracia, he experimentado esto muchas veces.
Indudablemente, del ejercicio pastoral proceden legítimas satisfacciones, y aun la sensación del «éxito»; esta palabra no es la más adecuada, por su carga mundana, pero acentúa lo que quiero explicar. Por cierto, es un don de Dios la serena alegría que brota de la percepción de los frutos en la vida de la Iglesia particular, que al obispo se le ha encomendado presidir. En las Cartas de San Pablo se expresan con frecuencia esos momentos dichosos que equilibran algo tantos otros oscuros y dolientes. La referencia insoslayable es a la Pascua; y ésta implica siempre la Cruz, y la Resurrección.
El fundamento de la vida del obispo, y de su acción pastoral, consiste en la identificación con la esencia de la sucesión apostólica; la atención debe ser puesta en la consagración del Espíritu Santo. Él ha sido sacramentalmente –esto es: en el misterio- identificado con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y con su sacrificio expiatorio, como lo fueron los Doce. El término latino sacramentum traduce el griego mystērion. La riqueza mayor de la condición episcopal consiste en vivir intensamente esa realidad interior; aunque no muera mártir; todos los días ese hombre está destinado a la Cruz. Debería adiestrarse en la adoración, la gratitud, el propósito siempre renovado; San Pablo lo manifestó no pocas veces en sus Cartas: sufrir con Cristo, a la vez rigurosa y gozosamente. Para él la vida, el vivir, era Cristo, y no se gloriaba sino en la Cruz de Cristo, cuyas heridas (stígmata, Gál 6, 17) llevaba grabadas en su carne.
La consagración del obispo lo habilita para presidir la Eucaristía en situación de excelencia respecto del presbítero. Además indica que es responsable del cuidado, de la custodia de la Sagrada Liturgia, para que reluzcan en ella la exactitud, la solemnidad y la belleza. En el gesto del obispo que pronuncia las palabras de la transustanciación, el cambio del pan en el Cuerpo del Señor, y del vino en su Sangre, la representación de la Cena y de la Cruz adquieren la máxima originalidad; y constituyen una profecía de la transustanciación del mundo, a cuyo servicio se empeña la sucesión apostólica.
Cualquiera de ustedes podría preguntarme: ¿El 4 de abril de treinta años atrás, abrazó usted conscientemente esa realidad que acaba de exponer? Puedo decir que viví con intensidad lo que se realizaba en mí, y con el asombro de encontrarme en esa circunstancia, y aun que lo he percibido implícitamente. Pero al cabo de tres décadas de ejercicio de la misión episcopal, con recta intención, y deseo de agradar al Señor, puedo reconocer ahora la verdad teológica que se encierra en el concepto de sucesión apostólica. No se me oculta que me encuentro todavía lejos de vivir en plenitud esa dimensión espiritual –mística, digamos-; realización vital de aquella verdad teológica.
El calendario litúrgico señala el 4 de abril como Memoria de San Isidoro de Sevilla, quien en su libro de las Sentencias escribió que «todo progreso procede de la lectura y la meditación». Según este Padre de la Iglesia, la lectura de la Biblia confiere un don que es doble: instruye la inteligencia del alma y conduce al amor de Dios, a la vez que aparta al hombre de las vanidades del mundo; la gracia hace que «la doctrina que llena los oídos descienda al corazón». Estos propósitos se encuentran en el pasaje de las Sentencias isidorianas asumido en el Oficio de Lectura, que integra la Liturgia de las Horas de este día. Aquí también se registra la dialéctica entre interior y exterior. El texto me ha hecho cavilar nuevamente acerca de las numerosas ocasiones en que he permanecido en lo exterior del ministerio –en el oído, digamos-, en lo que es más fácil y grato, cuando la fuerza y la auténtica eficacia proceden misteriosamente de la realidad interior, del corazón al que ha descendido la Palabra de Dios. ¿Acaso importa más el juicio de los hombres que el Juicio de Dios?
Junto al gozo y la gratitud corresponde también hoy pedir perdón, por todo y a todos; singularmente a aquellos a quienes pude haber ofendido o perjudicado. Me permito exponer estos sentimientos citando un pasaje de Los hermanos Karamázov, la obra maestra de Fiódor Dostoyevski. El stárets Zósima, padre espiritual de Aliosha, el menor de los Karamázov, contó el caso de un hermano suyo, Markel, muerto de tisis a los 17 años, después de una conversión en virtud de la cual descubrió el misterio del pecado y del perdón. Así confesaba el joven: «Madrecita… has de saber que en verdad una persona es culpable ante todos, por todo y de todo… Yo deseo ser culpable ante ellos», incluso «ante los pájaros del buen Dios»… «Que sea yo pecador ante todos; en cambio todos me perdonarán, y eso es el paraíso. ¿Acaso no estoy ahora en el paraíso?» No es preciso aplicar a estos dichos de una novela, de la segunda mitad del siglo XIX, una lupa teológica. Creo, sin duda, que enuncian una verdad ortodoxa, por verdadera y por rusa; es una verdad católica: el pecado mancilla la creación, la degrada, pero el arrepentimiento y el perdón la recrean, la restauran, ponen las cosas en su lugar. Análogamente vale lo dicho para la Iglesia y los hombres de Iglesia. Reconozco que debo pedir perdón por muchas faltas, de acción y omisión. ¡Qué distinto sería, habría sido todo, si yo fuera santo!
Me he extendido excesivamente; concluyo. Last but not least, no puedo omitir el papel de la Santísima Virgen María en mi vida episcopal. Estoy aferrado a su Rosario. Puedo resumir lo que he recibido de Ella haciendo referencia a los dos modelos de la iconografía oriental que suscitan mi devoción, y que me gustan especialmente. Ella es la Hodigitria, la que señala el Camino. Con su brazo izquierdo sostiene al Niño, y con su mano derecha lo muestra; en efecto, Ella ahora nos indica a Cristo como Aquel a quien debemos seguir, así como nos los mostrará dichosamente «después de este destierro», según lo pedimos al rezar la Salve. El otro modelo es la Eléusa, la Madre de la misericordia y la ternura, que estrecha a Jesús contra su mejilla. De ese modo, María, con su cercanía y su cariño alivia nuestros pesares, y nos consuela en los momentos difíciles.
Tengo otro punto mariano de referencia, imposible de olvidar: la pequeña Virgen de Luján, que está allá junto al río desde el siglo XVII, desde el episodio que aquella gente, gente de fe, interpretó como un milagro. Ella no ha dejado mensajes, nunca ha dicho nada, no dice nada. Está allí para que la miremos; no dice nada con palabras, pero ciertamente habla al corazón.
+ Héctor Aguer
Arzobispo emérito de La Plata
Buenos Aires, miércoles 6 de abril de 2022.-