Los medios de comunicación dan cuenta de un fenómeno social que para gente de mi edad, y aún para muchos adultos resulta insólito y reciente. Las noticias cotidianas son alarmantes y no es posible acostumbrarse a convivir con un fenómeno semejante. Me refiero a la cantidad abrumadora de delitos (robos y crímenes) que tienen por protagonistas a jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, son frecuentes los casos en que atacan a las víctimas que han elegido o que se les presenta circunstancialmente como una oportunidad, a la que intentan despojar del teléfono celular, o de cualquier otro bien y aunque no logren arrebatarlo le disparan un balazo o le arrojan un puntazo cortante y lo matan. Lo hacen con total naturalidad. Frecuentemente cometen el delito en pareja o en grupos mayores, «en patota» suele decirse. No me detengo más en buscar descripciones, ya que cualquiera puede enterarse hasta el hartazgo a través de la televisión, internet o la lectura reposada de un diario. Me interesa intentar una interpretación del fenómeno: ¿por qué tantos jóvenes y adolescentes, y casi niños, en tal cantidad y frecuencia se convierten en delincuentes? Hay varias otras cuestiones (hechos que ocurren) relacionadas con aquellos hechos que no es posible abordar ahora, en que la reflexión quiere concentrarse en la búsqueda de una interpretación del fenómeno principal.
Observando el panorama de la sociedad argentina, diré en primer lugar, «no hay familia»; esos criminales son hijos de nadie; carecen de la formación que desde muy pequeños se forja bajo la tutela y la autoridad amorosa de un padre y una madre. La educación familiar de los hijos es un fenómeno natural del matrimonio estable; hoy día no hay esposo y esposa, padre y madre, sino «pareja», y pareja que no dura. Los hijos de unos y otros pasan de manos, o quedan solos y sobreviven como pueden. No se me oculta que estoy formulando una generalización, pero aquellas calamidades no ocurren ut in paucioribus, en unos pocos casos, sino que se van extendiendo hasta colorear la sociedad ut in pluribus en una acumulación mayoritaria.
Un segundo elemento de causalidad es, en mi opinión, la escuela: «no hay escuela». Muchos de esos delincuentes precoces no están escolarizados o lo están a medias. Pero aún así completaran un ciclo escolar, no habrían recibido la formación elemental en el respeto y el amor al prójimo. Desde sus orígenes la escuela argentina conservó apenas una transmisión de algunos principios éticos, pero desarticulados, porque esta educación o mejor dicho instrucción escolar no transmite una convicción acerca de qué, quién, cómo es la persona humana, y que debe ser respetada. La escuela es un factor elemental de socialización.
La segunda consideración me lleva a la tercera causa: «no hay religión». No existe en este mundo juvenil, sobre todo en amplios sectores populares la fe activa en Dios, su conocimiento y amor. Pueden computarse quizá algunos elementos de superstición, que no son decisivos para la integración moral de la persona. Vale aquí la filosofía del ateísmo moderno: «Si Dios no existe, todo está permitido», no se asume la distinción entre el bien y el mal, no se reconoce más que lo que yo considero bien: lo que necesito, lo que quiero, lo que me brinda satisfacción y placer.
En muchísimos casos los delitos se cumplen bajo la enajenación del yo de la realidad, como consecuencia del consumo de drogas adictivas. Hace tiempo el consumo de esas sustancias que provocan placer al modo de un paraíso artificial, estaba reservado a los sectores pudientes y educados de la sociedad. Pero actualmente la difusión de las drogas se ha «democratizado», y son los pobres quienes, en barrios enteros, están atrapados en el círculo delincuencial de la drogadicción. El uso de drogas anima al delito, saben apenas lo que hacen, simplemente así se ha configurado su personalidad.
Entre los delitos cumplidos por jóvenes es frecuente el abuso sexual y la violación, sea heterosexual u homosexual. Esos arranques del deseo no tienen vinculación psicológica alguna con el amor, sino que se agotan en una fugaz satisfacción. Es este otro caso de enajenación del yo. La enajenación sexual se cumple comunitariamente en el boliche, los boliches bailables en los que se amontona una multitud de jóvenes durante toda la noche, comenzando después de la medianoche, tras «la previa», que se realizó en las casas de los padres de los participantes. En este aspecto de la cuestión hay que señalar la complicidad responsable de los adultos. En esas alharacas, que son un remedo de la verdadera fiesta, al desarreglo sexual se suma frecuentemente la violencia, sea dentro del local o bien fuera, muchas veces expulsados del interior por los guardianes «patovicas». Aunque han pasado varios años, no se puede olvidar el crimen, en Villa Gesell, de Fernando Báez Sosa; obra de una patota de rugbiers, que en prisión preventiva aguarda el juicio que los condenará.
Podemos intentar una interpretación filosófica del hecho de la enajenación. Los protagonistas advierten que su comportamiento nace de fuentes profundas, son pulsiones de las que no pueden tornarse conscientes; son individuos, no personas. La persona elige el punto motor de su propia existencia; se nace individuo y se llega a ser singular, no confundido a la masa, mediante la elección de un tipo de existencia, de un propósito o proyecto en función del cual cada uno de nosotros se diferencia de los otros del punto de vista del yo y de la libertad. Esta operación puede cumplirse en gente muy joven; es fruto de la educación en la familia o de una vinculación religiosa con Dios. Su condición personal, la emergencia de un yo personal se abre paso en la atmósfera educativa, se verifica como querer pensar y un querer querer. Es fundamental la relación del niño con la madre, la experiencia de donde brota la vida del espíritu, lo que los filósofos llaman ser existencial radical; allí se inscribe la incógnita del destino del hombre.
Es una tragedia la acumulación de jóvenes en las cárceles, o su asesinato por la policía. La sociedad se acostumbra a ver esto; entonces el fenómeno de enajenación avanza y destruye la dimensión auténticamente humana de la sociedad. Lo aquí reseñado existe, de un modo u otro, con diversa intensidad en muchos lugares del mundo; es un efecto de la descristianización de la época moderna. Pero nosotros no podemos resignarnos, porque la esperanza nos llama a elegir la eternidad (Kierkegaard dixit) para vivir humanamente el tiempo.
Por último, cabe una comparación por contraste con lo que, no consiste en una enajenación, sino que saca al yo personal de su recubrimiento sobre sí mismo, de su reclusión en el horizonte de esta vida temporal. Me refiero al crecimiento en la gracia de Dios y en la vida de oración, en la relación religiosa con Dios. Desde niños, desde muy jóvenes pueden los cristianos cruzar la frontera para vivir en Dios, para que Dios viva en ellos. Esta es la dimensión mística de la fe. Jesús ha dicho a sus discípulos: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi padre lo amará, vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). Se puede pensar que este modo de vida es para una pequeña minoría, pero en realidad es el destino posible de todo bautizado, es la realización creciente de la gracia del bautismo.
Tenemos que revisar nuestros criterios pedagógicos y catequísticos, la acción formativa de los fieles no debe reducirse a consideraciones morales, sino que es preciso educarlos desde niños en la relación creyente con Dios. La pésima situación religiosa del país no debe hacernos perder la esperanza; que ha de apoyarse en una súplica confiada para que Dios intervenga. Está en juego el misterio de la salvación. Quiero decir que lo contrario a la enajenación es la vida mística.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, jueves 27 de enero de 2022.-
Santa Ángela de Mérici, virgen.-