En algunos sectores de la Iglesia circulan dos posiciones que considero erróneas: la primera enaltece el kerigma, y descarta prejuiciosamente la doctrina; análogamente se privilegia la pastoral, y se menosprecia el estudio, como si hubiera un cierto antagonismo o incompatibilidad entre los dos órdenes. Las posturas referidas pueden expresarse quizá con algunos matices; no obstante, la oposición señalada resulta evidente, y hace daño, porque tergiversa la verdad sobre cuestiones esenciales.
Respecto del primer tema, entiendo que el mejor argumento es recordar lo que los cuatro Evangelios han registrado acerca de la actividad de Jesús; en todos esos testimonios aparece que kerigma y enseñanza (doctrina) son complementarios. No se puede afirmar entonces lo que lamentablemente se propone en ciertos ambientes eclesiales: el kerigma sería un grito que llega al corazón de los hombres; la doctrina, en cambio, una fría exposición de verdades incapaz de mover a nadie, y privada de toda eficacia evangelizadora. En el curso de esta nota se verá que se traza una caricatura de una realidad entrañable, denominada históricamente didajé o didascalía. Vayamos a los textos evangélicos, que desautorizan la pretendida oposición. Espero que la lista no fastidie, sino que permita advertir que el contraste y el descarte de marras carece de fundamento bíblico. Reproduzco los testimonios fragmentariamente, destacando las expresiones «anunciar», «evangelizar», «enseñar», «decir», «hablar», «exclamar»; esta última sólo en Lc 7, 37 (ékraxen).
San Mateo 4, 17 recoge el inicio de la actividad del Señor. «A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar (kerýssein): Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca»; el texto griego añade kailégein -y a decir: pareciera que no se trata de un grito-.
4, 23: «Jesús recorría toda la Galilea, enseñando (didáskon), proclamando (kērýssōn) la Buena Noticia del Reino (tò euangélion tes basiléias)...» Aquí vemos la doble actividad: predicar y enseñar.
5, 2: es la introducción del Sermón de la Montaña; con solemnidad se indica que Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, que se acercaron a él, abrió su boca y les enseñaba diciendo (edídasken autoùs légōn).
9, 35: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando (didáskon) en las sinagogas de ellos, y proclamando (kērýssōn) el Evangelio del Reino...» Aquí se añade la función de sanación (therapéuein). Como en 4, 23, y más adelante en 11, 1 van unidos el anuncio y la enseñanza.
10, 7: La misión de los Doce. «Por el camino, proclamen (kerússate) que el Reino de los Cielos está cerca, diciendo (légontes)...»
11, 1: Jesús «partió de allí (después de dar instrucciones a los Doce, a quienes enviaba en misión) para enseñar (toû didáskein) y predicar (kērýssein) en las ciudades de la región».
13, 53: Visita infructuosa a la incrédula Nazaret: «Se puso a enseñar (edídasken) a la gente en la sinagoga», suscitando la admiración de ellos (ekplēssesthai), que se escandalizaban de él (skandalídzonto en auto). Lo que despierta en la gente admiración o escándalo es la doctrina de Jesús, en la que reconocen una sabiduría cuyo origen les resulta misterioso.
21, 23: Se acercaron a Jesús los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo «mientras enseñaba (didáskonti)».
Pasemos ahora al Evangelio según San Marcos:
1, 14: «Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba (kērýssōn) el Evangelio de Dios y diciendo (káilégon)».
1, 21: Enseñanza en la sinagoga de Cafarnaún. «Cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar (edídasken, enseñaba). Todos estaban asombrados de su enseñanza (didajé), porque les enseñaba (ên gàr didáskon) como quien tiene autoridad (hōs exousían éjōn)».
1, 38: «Vayamos a otra parte a predicar (kērýxō)... y fue predicando (kērýssōn) en las sinagogas...»
2, 13: «Jesús salió nuevamente a la orilla del mar, toda la gente (pâs ho ójlos) acudía allí y él les enseñaba (edídasken)».
4, 1: «Jesús comenzó a enseñar (erxato didáskein) de nuevo a la orilla del mar».
4, 2: «Él les enseñaba (edídasken autòus) muchas cosas por medio de parábolas, y en su enseñanza (didajé) les decía...».
6, 2: «Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar (erxato didáskein) en la sinagoga». Nuevamente se señala el asombro de la multitud ante esa doctrina, porque reconocen la sabiduría (he sophía) que le ha sido dada.
6, 7: «Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando (didáskon) a la gente».
6, 12: Los Apóstoles, según el mandato del Señor, fueron a predicar (ekēryxan) para que la gente se convirtiera.
6, 34. Jesús se compadeció de la muchedumbre desconcertada, «y estuvo enseñándoles (didáskein autoùs) muchas cosas» (también se puede traducir «largo rato»).
9, 31: El anuncio de la Pasión a los discìpulos: «enseñaba (edídasken) y les decía».
10, 1: Jesús estuvo nuevamente enseñando (edídasken) a la muchedumbre.
11, 17: Expulsión de los mercaderes del templo «... Y les enseñaba (edídasken) diciendo».
12, 1: »Jesús se puso a hablarles en parábolas (en parabolâis lalein)».
12, 14: Los fariseos dicen hipócritamente: «... sabemos que enseñas (didáskeis) con toda fidelidad el camino de Dios...».
12, 35: «Jesús se puso a enseñar (didáskon) en el templo... y decía (élegen)».
En el tercero de los Evangelios sinópticos encuentro las siguientes referencias al tema que estoy investigando:
Lc 4, 15: Comienzo de la predicación de Jesús en Galilea; la predicación es la enseñanza que impartía en las sinagogas (autòs edídasken).
4, 31s.: «Enseñaba los sábados (en didáskōn )». Todos estaban admirados de su enseñanza (didajé) porque lo hacía con autoridad; su palabra (lógos) tenía autoridad (exousía).
4, 43: «También a las otras ciudades debo anunciar el Reino de Dios... Y predicaba (en kērýssōn) en las sinagogas de Judea». Jesús, como enviado (apóstol) del Padre (apestálēn).
5, 3: «Enseñaba (edídasken) a la multitud desde la barca».
6, 20: Introducción al Sermón del Llano: fijando los ojos en sus discípulos, decía (élegen). Notar una solemnidad análoga a la que encabeza el Sermón de la Montaña, en el Evangelio de Mateo; allí decía: «abriendo la boca»».
7, 24: Testimonio de Jesús sobre Juan el Bautista: «comenzó a decir (érxato légein)...»
7, 40: «Simón (a Pedro), tengo algo que decirte (ti leipêin)...». Pedro lo llama Maestro (didáskale).
8, 1: Jesús recorría ciudades y aldeas predicando (kērýssōn) y evangelizando (euangelidzómenos) el Reino de Dios.
13, 10: Un sábado estaba enseñando (en didáskōn) en una sinagoga.
18, 1: «Les decía (élegen) una parábola... diciendo (légon)...»
18, 7: «Les aseguro (amen légo hymên)».
19, 47: «Y diariamente enseñaba (en didáskōn) en el templo».
20, 1: «Un día que Jesús enseñaba (didáskontos autôu) al pueblo en el templo y anunciaba el Evangelio (euangelidzómenou)...».
20, 17: La parábola de los viñadores homicidas. Se presenta la discusión que sigue con solemnidad: Jesús fijó la mirada sobre los oyentes (emblépsas) y dijo (eipen). Notar en muchos casos el detenimiento en la enseñanza, que es la trasmisión de las verdades de la Nueva Alianza.
20, 21: Los espías enviados por los dirigentes judíos dicen hipócritamente sobre la cuestión del impuesto debido al César: «Maestro (didáskale), sabemos que hablas (légeis) y enseñas (didáskeis) con rectitud... enseñas (didáskeis) con toda fidelidad el camino de Dios».
A continuación anoto lo hallado en el Evangelio de Juan:
4, 25: Habla la samaritana: «Cuando él venga (el Mesías) nos anunciará (anangelêi) todo».
6, 59: «Jesús enseñaba (decía enseñando: êipen didásken) todo esto en la sinagoga de Cafarnaún».
7, 14: «Jesús subió al templo y enseñaba (edídasken)».
7, 16: A continuación el Señor discute con los judíos: «»Mi enseñanza (didajé) no es mía sino de aquel que me envió».
7, 17: «El que quiere hacer la voluntad de Dios conocerá si esta enseñanza (perì tes didajés) es de Dios».
7, 37: «Jesús, poniéndose de pie, exclamó (ékraxen) diciendo (légon)».
8, 2: «Entonces se sentó (kathísas) y comenzó a enseñarles (edídasken)».
8, 12: «De nuevo Jesús les habló (elálesen) diciendo (légon)».
8, 20: «Él pronunció estas palabras (elálesen) en la sala del Tesoro, cuando enseñaba (didáskon) en el Templo».
10, 6: La parábola del Pastor auténtico. «Jesús les hizo esta comparación (paroimían êipen)...».
16, 15: La misión del Espíritu Santo, que comunica lo que recibe del Padre y de Cristo. «Recibirá de lo mío y se lo anunciará (anangélei) a ustedes».
Notar que en el cuarto Evangelio la enseñanza de Jesús es llamada didajé, doctrina. Según los testimonios recogidos, el Maestro (didáskalos) se dedicó principalmente a enseñar. Lo hizo con detenimiento y comunicando contenidos, verdades.
Comprendo que cuando se identifica el kerigma con un grito se emplea lenguaje metafórico, como cuando se habla en la Iglesia de soñar. ¡Y hasta Dios ahora sueña! Esta forma de expresión tiene algo de romántico, y no me ocuparía del asunto si no advirtiera la intención de desprestigiar a la doctrina, sobre todo cuando ésta expone la Gran Tradición católica, y contradice los errores de la cultura moderna, que parecen haber obtenido ciudadanía eclesial. La enseñanza católica, tal como está expresada en el Catecismo que debemos al celo apostólico de San Juan Pâblo II, desautoriza el menoscabo de la fe que se filtra en cierta interpretación relativista del diálogo ecuménico e interreligioso, y de la «cultura del encuentro». Pareciera que la misión apostólica ya no es procurar que todos los pueblos reconozcan a Jesucristo como Salvador universal y se hagan discípulos suyos. Hace años ya, se ha difundido subliminalmente la teoría de Karl Rahner: todos serían «cristianos anónimos». Los términos didajé y didaskalía han sido empleados habitualmente por los Padres de la Iglesia desde el inicio para significar el contenido del cristianismo.
Es oportuno recordar lo que enseña el Apóstol Pablo en 2 Tim 4, 1-5: «Yo te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y en nombre de su Epifanía y de su Reino: proclama (kēryxon) la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia y con afán de enseñar (doctrina, didajé). Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina (didaskalías); por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se buscarán una multitud de maestros (didáskalous) que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas (mýthous, mitos)». Ese «tiempo» llegó varias veces en la historia de la Iglesia, y hoy vivimos en él; los mitos se llaman ahora «nuevos paradigmas».
Los textos evangélicos que he reunido en una apretada recensión muestran claramente que el Señor transmitía una enseñanza, una doctrina; lo hacía detenidamente, comunicando las verdades que acogidas en la fe conducen a la salvación. Al relativismo actual esa enseñanza de la Verdad le parece inoportuna o innecesaria; insistir en ella es una manía de los tradicionalistas apegados al pasado, de gente «de derecha», según se dice en el idioma de la grieta eclesial. El cambio de lenguaje no es indiferente. San Vicente de Lerins afirmaba en su Conmonitorio que es «más propio de herejes que de católicos». La Verdad sería actualmente el empeño en el mundo -interconfesional-; la acción social para resolver los numerosos problemas que afligen a los hombres, de modo que vivan felizmente en este mundo.
Me dedico ahora a la segunda postura que deseo criticar, y que guarda analogías con la anterior. Se contraponen estudio y pastoral. Un sacerdote que dedica su vida al estudio, a la investigación, la enseñanza y las publicaciones, según este prejuicio no «haría pastoral». Se lo dice, o se lo piensa, y se obra en consecuencia. Esta novedosa extravagancia daña especialmente la formación sacerdotal. Los seminaristas deben pasar en una parroquia, a la que son prematuramente enviados, algunos días de la semana. El estudio entonces se resiente, ya que en los años de formación hay que dedicarle el tiempo necesario, con el cual no podrán contar cuando entren de ello en el ejercicio del ministerio. No gusta que algunos jóvenes sacerdotes bien dotados sean enviados a centros prestigiosos del exterior para estudios de posgrado, o bien se pretende que quienes en ellos preparan la licenciatura o el doctorado trabajen además como vicarios parroquiales. Otra vez la manía: hay que «hacer pastoral». Esta política priva a los Seminarios y a las Universidades Católicas de profesores de primer nivel; además, se renuncia a la iluminación intelectual de la pastoral, la cual se convierte muchas veces en devaneos que no conducen al crecimiento de los fieles y de las comunidades en el crecimiento y amor de Jesucristo. Lamento tener que expresarme con esta dureza; lo hago ratificando mi respeto y afecto por todas las personas, pero muy preocupado por el presente y el futuro de la Iglesia.
Acerca de este segundo error, me limito a oponer el caso del Padre Cornelio Fabro, el máximo filósofo católico del siglo XX, restaurador de la metafísica tomasiana. En recuerdo de su muerte, sus hermanos de religión (la Congregación Estigmatina) escribieron: «El Padre Cornelio Fabro, religioso y sacerdote... fue apóstol y misionero de la cultura, y a través de la cultura. El estudio fue su vocación. La cátedra universitaria su púlpito. La pluma ágil e incisiva el instrumento de evangelización como anuncio y servicio de la Verdad que es preciso acoger y hacer. La investigación, su itinerario ascético-espiritual. Ha vivido con sufrimiento apostólico el drama de la fractura entre fe y cultura, entre cultura y vida. Ha luchado para que la cultura fuese promoción y búsqueda de la Verdad liberadora de toda esclavitud ideológica». ¡Palabras exactas y bellas! La dedicación al estudio es una forma exquisita de pastoral. Sin ánimo de comparación, observo que casos semejantes se han dado entre nosotros, y podrían seguir verificándose, en sacerdotes diocesanos, como los del arzobispo Octavio Nicolás Derisi, y Monseñor Gustavo Eloy Ponferrada, que pertenecieron al clero de la Arquidiócesis de La Plata; y fueron frutos eximios de su Seminario Mayor San José.
Me permito una digresión. Es increíble que muchos sacerdotes desconozcan la teología y la espiritualidad del ministerio sacerdotal expuestas por el Concilio Vaticano II, en los decretos Presbyterorum ordinis, y Optatam totius Ecclesiae, que considero especialmente valiosas para el clero diocesano, y que se inscribe en la concepción de la Iglesia de la Constitución Lumen gentium. Me cuesta comprender que sacerdotes diocesanos que desean vivir una vida interior más intensa e ignoran la doctrina conciliar, se inscriban como miembros o simpatizantes de Sociedades que profesan una espiritualidad sentimental. De allí las fantasías, como una de la que he tenido noticia recientemente. En un retiro de seminaristas, el predicador, que también celebraba la Santa Misa, indicó que los asistentes debían comulgar por sí mismos. Cada uno pasaba, tomaba una hostia consagrada, la mojaba en el cáliz que contenía la Sangre del Señor, y se daba la comunión a sí mismo. La he llamado fantasía, ajena a la teología de la comunión eucarística y contraria a la disciplina de la Iglesia: la Eucaristía es un don que hay que recibir, no una presa de la que uno se apodera. Parece algo menor, pero el efecto antiformativo es evidente.
La postura analizada es un elemento no pequeño de la situación vocacional en la Argentina. Diócesis de ochocientos mil, y aún más, de un millón de habitantes cuentan con unas pocas decenas de sacerdotes para su servicio, y los seminaristas se pueden sumar con los dedos de una mano. ¡Pero no les falta un obispo auxiliar, y aun dos! No creo que en esas condiciones la Iglesia pueda ponerse exitosamente «en salida».
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata