Aunque esperada para cualquier momento, la noticia me cayó –según solemos decir– como una bomba: Fallecimiento del padre Pablo Sáenz, OSB, tenía como Asunto el correo electrónico, procedente de la Hospedería de la Abadía San Benito de Luján. Solo una imagen de la Cruz estaba en la crónica; junto con una sobria reseña de su vida. Allí se lee:
Queridos amigos: Ayer, martes 16/3, antes del mediodía falleció el P. Pablo, a sus 95 años de edad, 70 de profesión monástica y 64 de sacerdocio. Había dado positivo de Covid–19 hace unos días, y en un principio el virus no lo había afectado más que con leves síntomas, pero en las últimas semanas se había complicado con su diabetes, problemas respiratorios, y la debilidad propia de los años.
Pero en los últimos días necesitó que le fuera suministrado oxígeno y ayer a las 11 lo llevó la ambulancia para internarlo en una clínica de Luján, en donde murió al llegar a la guardia.
Asistido en todo momento por sus Hermanos transcurrió esta última etapa de su vida en paz, consolado por el amor fraterno y siempre con una sonrisa de santo abandono y gozosa paciencia.
Monje austero, ejemplar, equilibrado, fue el consejero buscado por muchos sacerdotes, religiosas y laicos, dado su don de discernimiento de espíritus, prudencia y gran misericordia hacia la miseria humana. Sabía animar, y ayudaba a crecer en la fe en el amor de Dios. Muchos encontraron con él su vocación. En él uno podía encontrar una transparencia de la comprensión de Dios, su misericordia infinita, y la alegría renovadora del perdón divino. Amante de la liturgia, su vida fue una prolongación de ella, en la celebración de la vida tributada para gloria de Dios en constante doxología en el silencio, el trabajo manual y la contemplación. Supo mantener la esencia de la espiritualidad monástica, y una inalterable fidelidad a la fe. Siempre con su característica sonrisa y el rostro iluminado por la santa alegría que le brotaba de su interior. Muy benedictino en todo, llevaba en el alma el espíritu de Nuestro Padre San Benito y de nuestra Orden.
Comenzó su vida monástica en la Abadía del Niño Dios, Entre Ríos, y lo marcó la impronta del entonces Abad, el Rvmo. Padre Salvador Laborde, vasco francés, poseedor de extraordinario espíritu monástico. Luego se formó en la Abadía de San Anselmo, cuando entonces estaba en su esplendor académico, y tuvo profesores de la talla de Dom Cipriano Vagaggini. Se especializó en teología con San Bernardo.
Fue uno de los fundadores de la Abadía de Cristo Rey, donde, en sus inicios trataban de emular las proezas de los Padres del desierto, y de Dom Jean Baptiste Muard, fundador de la Pierre qui Vire. Luego, en los años 70, se trasladó a nuestro monasterio, donde fue Prior durante muchos años; también fue Maestro de novicios. Excelente profesor de griego, latín, (del que era muy versado) y teología dogmática, sobre todo Cristología. Un gran traductor y transmisor de San Juan Casiano. Fue también famosa su traducción de la Santa Regla de Nuestro Padre San Benito.
Trabajador incansable y metódico, hizo mucho por nuestro monasterio como carpintero, y en los últimos años se destacó como encuadernador. También se dedicó a la pintura e hizo incluso algunas exposiciones con sus obras. Hoy (miércoles 17 de marzo) a las 8:00 hs se celebró la Misa Exequial por su eterno descanso. Y a las 11:00 hs será sepultado en el cementerio de nuestra Abadía.
Pedimos su oración por el eterno descanso de nuestro querido Hermano. Dale, Señor, el descanso eterno, y brille para él la Luz que no tiene fin! Descanse en paz. Amen.
Monjes de la Abadía de San Benito.
Si tienes vocación, no entrarás al Seminario
Mientras leía la crónica de sus hermanos de religión, una catarata de recuerdos surcó mi alma. Y, como siempre me ocurre, al referirme a él, se inició la evocación con un memorable encuentro que tuvimos, en la Abadía, en febrero de 2000.
Aun como seglar, yo estaba recién llegado de una peregrinación a Roma, y Tierra Santa, con motivo del Gran Jubileo de 2000. Tenía, entonces, 39 años; y habiendo recorrido una intensa conversión, notaba que la vocación al Sacerdocio, que presenté siendo niño, volvía con arrolladora fuerza. Pero –y siempre están los peros, para las cosas de Dios– me iba muy bien como periodista; ya tenía un par de libros escritos, y había estado en dos ocasiones a punto de casarme. Con todo ese bagaje lo encontré en el locutorio del Monasterio.
Ya había hablado en otras ocasiones con él; disfrutaba con intensidad, de su silencio envolvente; y, en más de una ocasión, en esa ausencia de palabras, colmada de expresiones, encontré las respuestas ansiadas. ¿Tendré vocación para el Sacerdocio, padre?, le pregunté. Se tomó su tiempo, como si esperara la contestación de lo alto y, al cabo de unos segundos interminables, clavó su mirada en sus ojos, y me dijo: Si tienes vocación, no entrarás al Seminario… ¿Qué me está queriendo decir; cómo se puede entender esto; me habrá entendido?, fueron solo algunos de los silenciosos interrogantes de ese tiempo sin fin… Y cuando la pausa parecía tornarse insoportable, me descerrajó: Si tienes vocación, no entrarás… ¡Dios te meterá en el Seminario!... Al poco tiempo, obviamente, ya estaba empezando los trámites para hacerlo.
Así era el padre Pablo; un hombre de Dios, lleno de sabiduría, que conservaba la frescura e inocencia de los niños. Me había contado, en otras ocasiones, que él estaba en el coro de la Basílica de San Pablo Extramuros, cuando Juan XXIII, en 1959, anunció la convocatoria de un Concilio. Debimos hacer grandes esfuerzos para concluir, del mejor modo, nuestro canto. Fue una sorpresa extraordinaria, me dijo.
Procedente de una familia patricia, que dio a la Patria varios sacerdotes –como su primo hermano, el padre Alfredo Sáenz, SJ; su sobrino, el padre Ramiro Sáenz, de la diócesis de San Rafael; y su sobrino nieto, el padre Ricardo Sáenz, Legionario de Cristo–; destacados hombres públicos, científicos, literatos, y reconocidos productores agropecuarios, conservó y multiplicó el ascetismo del monje. Del soldado del Señor; que en la batalla del claustro aporta su irremplazable papel en la retaguardia de la Iglesia. O, mejor dicho, en los pulmones del Cuerpo Místico del Señor. Hace unos días, cuando fui a visitar al convento a mi querido hermano, el Diácono Santiago Agustín Alemán –hoy novicio benedictino–, recibí por su intermedio un cordial saludo, con la seguridad de sus oraciones. Ya estaba en la Enfermería; dispuesto, como siempre, a lo que el Señor le pidiera. Dios quiso llamarlo a su encuentro el día en que se celebra, en Argentina, la memoria de San José Gabriel del Rosario Brochero, el «Cura gaucho». ¡Que ambos intercedan, en el Cielo, por ésta, su amada tierra –hoy saqueada y arrasada por el mundialismo ateo, y sus personeros nativos–; para que vuelva a ser no solo el granero del mundo, sino sobre todo, una auténtica reserva creyente, en el fin del mundo…!
+ Padre Christian Viña
Cambaceres, miércoles 17 de marzo de 2021.
Memoria de San Patricio.