Unamuno dijo que el progreso consiste en renovarse. Y muchos siglos antes escribió Agustín de Hipona: “Si dijeras: ¡basta!, estás perdido… Camina siempre, progresa siempre”. Y si el progreso pide renovarse, cuando cesa la renovación comienza la decadencia. Esto sucede tanto en el terreno físico, biológico o espiritual. Vale especialmente para las personas y también para el mundo en su conjunto.
Sin renovarse es imposible madurar, dar fruto. En las personas requiere interioridad y horizonte. Como los barcos, necesitamos un proyecto de viaje y un rumbo. Por eso es preocupante lo que Josep Mirò i Ardévol subrayaba en Forum Libertas (26-VI-09), como dato de la última encuesta de Metroscopia (grupo PRISA): el 54% de los españoles situados entre los 18 y 34 años afirma no tener ¡ningún proyecto que le interese!
La clausura del Año Paulino nos dejó una triple reflexión de Benedicto XVI sobre las necesidades del hombre contemporáneo, aunque quizá muchos no las perciban (y por eso son aún más necesarias): renovación, madurez, interioridad. San Pablo las presenta como consecuencias existenciales de la fe cristiana.
Primero, la renovación. En su carta a los romanos, Pablo les habla de que con Cristo ha comenzado una nueva forma de vivir, que consiste en que “nuestra propia existencia puede convertirse en alabanza de Dios”. ¿Cómo puede ser esto?, se pregunta el Papa. A condición de una transformación que depende a su vez de una renovación. Pero sólo hay un mundo nuevo cuando hay un hombre nuevo. Esto significa que no basta adaptarse a la situación actual, conformarse con lo que hay.
Ahora bien, en la perspectiva cristiana lo que hace que todo sea constantemente nuevo es Cristo. “En Él la nueva existencia humana se convierte en realidad, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en nuevos si nos ponemos en sus manos y nos dejamos plasmar por Él”. Es decir: hace falta un proceso de “refundición”, de transformación efectivamente a base de una renovación, ante todo del pensamiento, del modo de comprender la realidad.
Siguiendo con la terminología de San Pablo, el “hombre nuevo” que surge del encuentro con Cristo, ha de abandonar al “hombre viejo”. Y el Papa lo traduce para nuestro tiempo: “El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común está dirigido en general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, y la fama… En último análisis, queda el propio ‘yo’ en el centro del mundo”.
Es necesario, que –como un barco en alta mar cuyo capitán se ha percatado de un serio error en su orientación–, demos un golpe de timón, un “viraje a fondo”, para dirigir nuestro pensamiento hacia el horizonte de Dios. “Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento: aquello que Dios quiere y el modo según el cual Él ha ideado al mundo y me ha ideado. Debemos aprender a participar en la manera de pensar y querer de Jesucristo. Entonces seremos hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo”.
Quien no se renueva no madura. Por eso, la psicología espiritual del hombre nuevo la expresa también San Pablo de otra manera, en su carta a los efesios, contraponiendo la conducta de los niños a lo que llama la “fe adulta”. Esta expresión –nota el Papa– en los últimos tiempos se ha transformado en un eslogan engañoso, pues refleja la actitud de quien se sitúa contra el Magisterio de la Iglesia enarbolando su propia “fe”, con lo que se une al conformismo de muchos.En cambio, para San Pablo seguir la corriente de la moda es propio de la psicología infantil.
Sirve aquí de nuevo la analogía marina: los niños van “llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina". En cambio ir contracorriente –por ejemplo, defender la inviolabilidad de la vida humana o el matrimonio en sentido propio como la entrega entre un hombre y una mujer– es propia de personas adultas, que saben apreciar la verdad y el amor, pues, para Pablo, la fe lleva a “actuar según la verdad en la caridad”. ¿Cómo sabemos esto? Porque en Cristo se manifiesta que “la caridad es la prueba de la verdad”, lo que es también condición para el verdadero progreso del mundo.
Claro que para renovarse y madurar hace falta cabeza y corazón. Si un barco vacío vaga por el mar, es que una catástrofe o un saqueo le han dejado sin proyecto ni rumbo alguno. Para Benedicto XVI, uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es que muchos están interiormente vacíos “y por lo tanto tienen que aferrarse a promesas y narcóticos, que después tienen como consecuencia un ulterior crecimiento del sentido de vacío en su interior”.
Esto quiere decir, añade, que el amor ve más que la sola razón, sobre todo cuando se está en comunión con Cristo, que es la misma unidad entre la verdad y la caridad. Las condiciones para lograr la renovación, la madurez, y la interioridad son la escucha de la Palabra de Dios, la oración y los sacramentos.
De esta manera podremos comprender, según Pablo, “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” del misterio de Cristo, de su proyecto, de la fascinación –no engañosa sino real– que entraña la singladura del ser cristiano
Cuando los Padres de la Iglesia comparaban a Cristo con Ulises –el héroe de la mitología griega que venció los cantos de las sirenas, atado voluntariamente al mástil de su barco, salvando también así a sus marineros– no hacían otra cosa que inculturar, para las gentes de su tiempo, esta profunda psicología de San Pablo.
Ramiro Pellitero, sacerdote, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra