El psicólogo Steven Pinker dice que «cuando la política identitaria se extiende más allá del objetivo de combatir la discriminación y la opresión, se convierte en el enemigo de la razón y los valores de la Ilustración». Para determinados grupos inscritos en un marco liberal y progresista, los deseos y las agendas políticas se han vuelto indistinguibles de los deseos y agendas con las que se identifican, anegando al fango de la ignominia a quienes no pertenezcan ni participen de sus dogmáticas estrategias.
No vayamos a pensar que Irene Montero es una avezada abanderada de la identidad de la política sexual en su propuesta por «despatologizar la transexualidad» (más de 10 países permiten que sus ciudadanos se identifiquen como algo diferente a hombre o mujer, y un número creciente de estados y autoridades dejan que, por la identidad de género, cada uno sea lo que dice que es), pero el Ministerio de Igualdad es el rostro más visible del poder que los identitarios de la sexualidad han ejercido y obtenido en los últimos años. En realidad, más allá de ejercer una manifiesta dictadura legislativa, no existe ninguna razón pública a favor de la legislación transexual, ni se debe legislar sobre preferencias o deseos, ni hay un pueblo que pueda tener por legítimas leyes que no quiere.
Entonces, ¿cuál es la razón de tan hercúleo esfuerzo? La mutación antropológica se ha convertido en objeto de la política, viniendo a ser la condición humana la única enfermedad que es preciso curar en raíz: la naturaleza humana El poder político mata al adversario, en este caso la naturaleza humana, que deberá estar al servicio de la política para hacer del hombre como a su juicio debe ser. A través de la ley, se desarrolla en el hombre una sociedad liberada de los impulsos reprimidos, reconfigurando el orden natural, creando un hombre artificial, sin sexo, sin historia ni convicciones, instaurando una nueva moralidad pública desde la legislación.
Pero la familia natural es la principal damnificada de semejante violencia, la primera sobre quien recaerá la sacralización del poder político. La revolución no sólo se realizará desde la ley, sino también a través de la educación, como quiere la ministra Celaá, convirtiendo las aulas en transmisoras de la ideología, ejerciendo incluso una violencia institucionalizada, aprendiendo a querer lo que queremos al observar lo que los otros quieren, haciendo del deseo, como observaba el filósofo francés René Girad, un comportamiento aprendido, «mimético». Así parece ponerse de manifiesto en el Instituto de Enseñanza Secundaria Alfonso VIII, de la ciudad de Cuenca, donde el Instituto de la mujer imparte unas charlas a menores a partir de 14 años, bajo el ciclo «Quiéreme bien». Una manada artificial impone a los alumnos conquenses la creencia de que el sexo no tiene consecuencias, promoviendo «sentirse bien» o moverse por «deseos y apetencias» («el coito es una práctica sexual más, un simple juego erótico, entre los muchos que se pueden elegir para practicar cuando quieran, con quien quieran y de la manera que quieran…, el único requisito es que te apetezca», reza semejante panfleto).
El nuevo dogma cultural de la primacía del sexo recreativo nos convierte en depredadores, siempre sexualmente disponibles, provocando injustas tensiones entre adolescentes suficientemente castigados por familias rotas y distantes, sin hermanos, sin padre, con un alma herida que ahora encuentra su ignición instantánea en la ideología desintegradora de la identidad sexual, glorificadora del sexo libre después de haberlo desestigmatizado fuera del ámbito matrimonial. La familia natural, sumida en una devastadora desolación por años de divorcio, aborto, contracepción, declive de la natalidad y una espantosa secularización, precisa una reconfiguración ajena a su propia contracción y colapso, a cualquier mutación antropológica, donde la sexualidad sea integrada en un proyecto serio y responsable, potenciador del valor de la vida, de la castidad y de la maternidad.
Un grupo de padres ya se ha movilizado escribiendo una carta de desaprobación al director del centro, señalando que sus hijos no asistirán a escuchar la deriva tectónica que la política identitaria quiere imponer sobre sus hijos. Seguir el impulso de los deseos haciendo a la naturaleza humana moldeable por el poder político es el objetivo fundamental de la «ideología de género», un sistema cerrado que desfigura el verdadero rostro de la sexualidad humana y hace de la autonomía del hombre y de la libertad los únicos criterios de verdad. Demasiada angustia para una familia tan devastada.
Roberto Esteban Duque