Jesús, nuestro Rey de Reyes y Señor de Señores (Ap 19, 16), nos muestra la majestuosidad de su Realeza, en lo que será su segunda, gloriosa y definitiva venida. Por eso, la Santa Madre Iglesia, cierra con este Domingo el llamadoTiempo durante el año (oTiempo Ordinario); para significar que esa jornada concluirá la historia humana, con el Juicio Final. Por eso, también, el próximo Domingo comenzaremos un nuevo año litúrgico, con el Adviento; o sea, con la preparación inmediata para celebrar su venida en el tiempo, en la Natividad, y aguardar su última venida.
El Juicio Final será clarísimo: seremos juzgados por nuestras obras de misericordia, corporales y espirituales. Allí se terminarán todas las excusas, todos los pretextos, todas las acusaciones indiscriminadas a los demás, para pretender justificarnos… Allí quedará al descubierto solo la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad de nosotros mismos.
El católico que busca, en serio, la gloria de Dios, con la santidad de su propia vida, no le tiene miedo a ese día. Sabe, por cierto, que es débil; y que, como consecuencia del pecado original, tiene tendencia a ser malo. Pero sabe, por sobre todo, que para santificarnos en nuestro tiempo, el Señor nos dejó la Santa Madre Iglesia; que tiene la totalidad de la Verdad Revelada, y todos los medios para nuestra salvación.
Advierte el Señor que todas las naciones serán reunidas en su presencia (Mt 25, 32). Nadie escapará del Juicio: las ovejas, o sea, todos aquellos que se hicieron cargo del hambriento, del forastero, del desnudo, del enfermo y del preso (Mt 25, 34-36); y reconocieron en ellos al propio Cristo (Mt 25, 40), pasarán a gozar del Cielo. Los que no lo hicieron, los llamados malditos (Mt 25, 41) por el propio Cristo, irán al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles (Mt 25, 41). No hay tercera opción, ni tercera vía, nitercer mundo futuro: o Cielo, o Infierno. Y aquí nos jugamos ese destino final.
El Antiguo Testamento, a través del profeta Ezequiel, anticipa ese día glorioso, y los cuidados del Señor para su pueblo. En efecto, Él mismo apacentará sus ovejas, y las llevará a descansar (Ez 34, 15). Él mismo juzgará entre oveja y oveja, entre carneros y chivos (Ez 34, 17). Por eso, en el Salmo, con el que respondimos a la primera lectura, repetimos la bella antífona, El Señor es mi Pastor, nada me puede faltar (Sal 22, 1). ¡Qué oportuno es repetir, especialmente en las horas de dolor:Tú preparas ante mí una mesa, frente a mis enemigos; unges con óleo mi cabeza, y mi copa rebosa (Sal 22, 5)…!
San Pablo, en su Primera Carta a los Corintios, es contundente: Es necesario que Cristo reine hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies (1 Cor 15, 25). Y la historia quedará consumada, entonces,cuando Cristo entregue el Reino a Dios, el Padre, después de haber aniquilado todo Principado, Dominio y Poder (1 Cor 15, 24).
Esta fiesta de Cristo Rey fue instituida solemnemente por el papa Pío XI, de feliz memoria, el 11 de diciembre de 1925, a través de su encíclica Quas Primas; en conmemoración de los 1600 años del Concilio de Nicea, que proclamó el dogma de la consustancialidad del Hijo con el Padre. Y que incluyó las palabrasy su Reino no tendrá fin, en el Credo. Leer y meditar este documento papal es imprescindible, para todo buen cristiano, en estos tiempos de lapandemiadel ateísmo, la secularización, y el desprecio de todo lo sagrado.
Establece, claramente, el Soberano Pontífice, queel deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes (n. 33). Eran, también, días de peste, aquellos de 1925. Por eso, el Santo Padre, agrega:Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas.Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios (n. 23). ¡Parece escrito en este 2020! ¡Son palabras de estruendosa actualidad…!
El odio, confesado o no, a Cristo, y su Divina Realeza, es evidente en un montón de países, y de corazones, en estos días de pandemia, por el virus chino. La diosa Cienciabusca terminar, incluso con modos prepotentes, con el Rey y Señor del universo. O, a lo sumo, tolerarlo como un barniz de vaga espiritualidad, para las horas de sufrimiento. Queda entonces demostrado, aquí y allá, que una ciencia, sin Trascendencia, se vuelve contra nuestra esencia. O sea, una ciencia sin Dios mutila y hasta descuartiza al hombre. Y demuestra el increíble capricho de quienes, pese a considerarse inteligentes, son incapaces de reconocer sus propios límites.
La sola mención de Dios, ni que hablar de Cristo Rey, saca lo peor de gobernantes y poderosos, serviles al Nuevo desOrden Mundial. Los sectarios del excluyente consenso, sin Verdad, han entronizado estructuras mundialistas, sin escala humana, que buscan reemplazar al único Absoluto. La consecuencia es lo que estamos sufriendo: un absolutismo nunca antes conocido; que excluye, enferma, empobrece y mata.
Los que dicen querer salvarnos de esta peste funesta insisten –como es el caso de los gobernantes, y no pocosopositoresargentinos- en legalizar el abominable crimen (cf.Gaudium et spes, 51) del aborto. Contradicción y desparpajo absolutos, que hablan de un servilismo inaudito a los dictados del globalismo anticristiano –y, por lo tanto, antihumano-; y que exige, a cambio de dólares para pagar la deuda eterna, claras leyes contra la vida, el matrimonio, la familia, y la dignidad de los más pobres.
Solo postrados ante Cristo Rey, gobernantes y gobernados, seremos soberanos de nosotros mismos. Solo sanados por su Divina Majestad, seremos cura para nosotros, y nuestros hermanos. Solo sedientos de eternidad, haremos más humano este destierro, en este valle de lágrimas. ¡Que María Reina sea nuestro amparo en esa lucha; la madre de todas las batallas…!
P. Christian Viña, sacerdote