Hace unos días leía sobre la muerte de Ruth Bader Ginsburg, la «jueza progresista» del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Era un ícono de la causa feminista, pro LGTB+, pro aborto y todas las otras características que definen a un prochoice. La noticia de su fallecimiento quedó inmediatamente opacada por la nominación de Amy Coney Barrett de parte del presidente Donald Trump, para tomar el puesto vacante. Digo que quedó opacado el fallecimiento de la jueza, porque inmediatamente todos los medios fijaron la temida opinión pública hacia esta mujer, que cumplía todo el perfil que podía hacer temblar al Occidente actual: blanca, bien casada, con familia numerosa (cinco hijos naturales y dos adoptados nacidos en Haití), en contra del aborto y por si esto no fuera demasiado, católica. Como era de esperarse, los medios progresistas y de izquierda (disculparán la tautología) no se hicieron esperar en sus titulares, pero hubo un adjetivo que, entre todos, no dejó de llamarme la atención. Amy Barret se había ganado el título de fascista, anti-derechos, peligro de la nación, pero resaltó sobretodo, que era «ultracatólica». Así como leen, al parecer los católicos tenemos la facultad de vivir la fe más allá de los límites de la fe misma. Y este honor no lo tiene ninguna otra corriente de pensamiento, religión o ideología, porque en todos mis años nunca he leído de alguien que sea «ultraprogresista» o de un ateo cuya no creencia en Dios sea tal que es un «ultraateo», ni que se diga de alguna mujer que haya estado «ultraembarazada».
Creo que el progresismo nos está llevando a niveles de irracionalidad nunca antes vistos, y esto sinceramente no me sorprende, porque del mundo puede esperarse todo, dado que carece de criterios absolutos y eternos, se mueve por la moda y lo convencional, sin embargo, esto se convierte en un signo de alerta cuando se infiltra en la Iglesia, es decir, en la vivencia personal de la fe de cada creyente, al interior de los templos y en los corredores de los arzobispados. Porque entonces, se crean grados imaginarios de la vivencia de una fe que es profundamente comunitaria, en donde el «yo creo» implica siempre un «creemos». Es decir, crea la imagen ilusoria de que hay cristianos de «segunda categoría», que viven una fe que se ajusta a los tiempos, mientras que unos cuantos «iluminados» viven la fe milenaria, plena y verdadera. La realidad es que quien ha sido bautizado está llamado a vivir la fe católica en todo lo que esto implica. ¿Qué implica? Vaya usted y agarre el Catecismo de la Iglesia Católica, está dividido en cuatro partes: lo que creemos, lo que celebramos, lo que vivimos y lo que oramos. El católico está obligado a adherirse a los 2865 numerales que resumen la fe de la Iglesia, y quien así se adhiere, no es ultracatólico, sino católico a secas, no hay más allá de esto, pero tampoco se puede menos.
El mito del progreso, que es una especie de evolución del modernismo condenado ya por san Pío X, ha llevado a muchos católicos a creer que como el mundo se ha adherido a tal o cual idea, la Iglesia también debe hacerlo, como si ésta fuese una institución más de entre las tantas organizaciones existentes, cuando en realidad la Iglesia las ha visto nacer y morir a todas, desde el Templo de Jerusalén hasta el Circo de Nerón, de la silla de las reyes hasta las guillotinas de la Revolución Francesa, desde los campos de concentración nazis hasta el muro del comunismo, en fin, la Iglesia es esa institución incomprensible para el que no tiene fe, que perdura en el tiempo a pesar de sus miembros, por la sencilla razón de que Cristo la ha querido sostener y conservar hasta el Último Día (Mt 16, 18).
Hay católicos que buscan ser coherentes con la fe de la Iglesia y hay otros que no, en caso de que se quisiera clasificar en grupos.
¿Ultracatólicos? Eso no existe.