Si observáis la cúpula de esta Basílica y os fijáis en el mosaico de más de cinco millones de teselas de Santiago Padrós, considerado el mejor mosaiquista español del siglo XX, podréis ver cómo en la primera línea de los santos españoles, situados a la derecha del Pantocrátor, destaca ante todo la figura del Apóstol Santiago vestido de peregrino, por debajo del cual se encuentra a San Isidoro de Sevilla con sus dos santos hermanos obispos Leandro y Fulgencio y su hermana Santa Florentina; y, por debajo de este grupo familiar, con el torso desnudo en actitud penitente como ermitaño, veréis a San Millán de la Cogolla, también de la época visigótica.
Casualidad o no –más bien seguramente no, pues Padrós no hacía las cosas al azar– aparecen así representados los tres santos que en la Edad Media fueron invocados como Patronos de España: Santiago, San Isidoro –especialmente también como patrono del reino de León– y San Millán –patrono de forma singular del condado y luego reino de Castilla–. De San Isidoro, ya en la misma época visigótica, el autor de la Vida de San Fructuoso en el siglo VII decía que «con la diligencia de su vida instruyó en lo exterior a toda España». Y de San Millán, cuando Gonzalo de Berceo se admira ante su vida penitente en los montes, exclama que «¡confesor tan precioso non nació en España!» (Vida de San Millán, estrofa 63), es decir, que no había habido antes ninguno como él en toda España. En cuanto a Santiago, ¿cómo no recordar el precioso himno O Dei Verbum con que San Beato de Liébana, a finales del siglo VIII o principios del IX, lo invocó como «áurea cabeza de España, nuestro protector y patrono nacional»?
Estos tres santos, por lo tanto, fueron invocados como Patronos de España en la Edad Media. Pero, como es lógico, la relevancia de un apóstol, el desarrollo de las peregrinaciones a su sepulcro en Compostela y la promoción de su patrocinio por la Orden militar de su nombre, llevaron a la hegemonía de Santiago como Patrono principal de España. Patrocinio que, cuando algunos extranjeros quisieron cuestionar en el siglo XVII, la pluma enérgica de Francisco de Quevedo saltó a la palestra afirmando que, «como Cristo dio a otros apóstoles otras partes del mundo, le dio [a Santiago] España para que fuese su patrón y la defendiese con la mano» (Memorial por el patronato de Santiago).
Por otro lado, en el grupo de mártires españoles que está a la izquierda del Pantocrátor, encontraréis a la cabeza, en tamaño mayor como el de Santiago, a San Pablo, el otro Apóstol que, según la tradición, también vino a predicar a España, conforme a su deseo expresado en la Carta a los Romanos (Rom 15,24.28) y cuya venida confirman textos tan antiguos como la Carta a los Corintios del papa San Clemente I y el Canon de Muratori.
Pero volviendo al grupo de santos confesores españoles presidido por Santiago, en el centro podréis ver, justo debajo de San Ignacio de Loyola representado con su rostro auténtico y un libro verde que son los Ejercicios espirituales, a Santa Teresa de Jesús también con su rostro verdadero. La santa doctora mística de Ávila fue proclamada Patrona de España oficialmente en el siglo XVII, sin que haya dejado de serlo, si bien la Inmaculada Concepción acabaría ocupando el puesto de Patrona principal, como es lógico. Y a un lado de Santa Teresa, representando a San Raimundo de Fitero, el abad cisterciense fundador de la otra gran Orden militar española que es la de Calatrava, descubriréis el rostro de Miguel de Unamuno, el escritor y pensador de hondo españolismo que exclamó ese «me duele España» que hoy cada uno de nosotros hacemos nuestro.
Sí, nos duele España, entre otras muchas cosas, porque mirando a su pasado brilla por todas partes su historia cristiana y se descubre que la fe de Cristo ha forjado nuestra Patria, uniendo a regiones y pueblos diversos en un proyecto común, mientras que en los tiempos actuales vuelven los proyectos laicistas decimonónicos de borrar en ella toda huella de cristianismo para hacer una España que ya no sería España, sin raíces, sin Historia, sin Tradición, sin alma.
Pero, ¿cómo es posible comprender España sin el arte prerrománico, las catedrales románicas y góticas o los monasterios y conventos; sin el renacimiento herreriano de El Escorial o el barroco del Obradoiro; sin la pintura religiosa de El Greco, Velázquez o Zurbarán; sin la escultura de Gregorio Fernández, Pedro de Mena o Salzillo; sin la obra escrita de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o Fray Luis de León; sin la música de Victoria o del P. Soler; sin la proyección universal adquirida por fundadores de órdenes religiosas como Santo Domingo de Guzmán o San Ignacio de Loyola; sin viajeros intrépidos para llevar el nombre de Cristo a lugares lejanos como Fray Toribio «Motolinía» o San Francisco Javier; sin figuras sublimes del pensamiento jurídico y político como el P. Francisco de Vitoria, padre del Derecho Internacional, o el P. Juan de Mariana; sin intelectuales católicos como Balmes o Donoso Cortés, cuyo pensamiento, en un siglo triste para España como el XIX, traspasó las fronteras pirenaicas hacia toda Europa?
Esa alma cristiana y católica de España que San Juan Pablo II conoció, describió y amó, permanece viva y siempre pervivirá, aunque sea en pequeños núcleos con gran vitalidad. Al igual que su Patria polaca, la Patria hispana vive de la fe en Cristo y es tierra de María. Por eso hoy encomendamos nuestra Patria a Santa María de España –como la invocó el rey Alfonso X el Sabio al crear en su honor y bajo su advocación una Orden militar naval (la única de la Historia)–, para que, juntamente con Santiago, conduzcan de nuevo a nuestra Patria y a todas las patrias de Europa a descubrir y recuperar su esencia cristiana.
Homilía en la Solemnidad de Santiago Apóstol, 25-julio-2020