Escribo estas líneas el día que la Iglesia conmemora a Santa María Goretti, esa adolescente italiana que prefirió, a principios del siglo XX, morir a renunciar a su castidad.
Hoy, ciertamente, la castidad es algo que está muy desprestigiada. Para muchos adolescentes y jóvenes de ambos sexos, llegar a determinada edad manteniendo la virginidad, es algo retrógrado e incomprensible. Pero ¿tienen razón?, ¿qué es la castidad?
La sexualidad humana es una realidad compleja. Pertenecemos a una especie biológica sexuada, y es esa pertenencia biológica a la especie humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, y, por tanto, esencialmente superior a cualquier otro animal (cf. Gén 1, 26), la que nos constituye como personas, es decir, individuos poseedores de una dignidad y unos derechos inalienables e irrenunciables, por lo que no se nos debe tratar como simples objetos o medios. Somos seres con un cuerpo sexuado desde antes de nacer hasta el último momento de nuestra existencia, estando toda nuestra vida e identidad sexual teñida por el hecho de ser varones o mujeres y sólo podemos ser lo uno o lo otro, con una dignidad personal que no admite excepciones.
«Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverla hacia su realización plena» (Exhortación de san Juan Pablo II «Familiaris Consortio» nº 33). La castidad protege y desarrolla el amor y supone el dominio de la sexualidad por la recta razón iluminada por la fe. La castidad es por tanto una virtud moral, pero también don y gracia del Espíritu Santo.
Para entender de modo correcto la sexualidad hay que aprender «a distinguir entre el bien y el mal» (Heb 5,14), contando el católico para ello con la ayuda inestimable de la doctrina de la Iglesia y siendo moralmente bueno lo que permite y posibilita una vida de verdad humana. El ser humano tiene que cuidarse de no reprimir su sexualidad ni dejarse llevar por ella, sino vivirla como corresponde a las distintas fases de su existencia.
Como virtud moral la castidad está en medio. Se opone al exceso de la lujuria, que nos incapacita para los bienes espirituales y debilita nuestra fuerza de voluntad, pero se opone también a la insensibilidad o represión, como dice santo Tomás (2-2 q. 153, a. 3 ad 3). En efecto, generalmente se ha insistido mucho en la oposición entre lujuria y castidad, pero se ha guardado silencio sobre la oposición entre castidad y represión, silencio tanto más grave cuanto que la formación sexual ha sido con frecuencia claramente represiva. La trivialidad sexual propia de los libertinos o las posturas represoras y reprimidas ciertamente no ayudan a la debida valoración de la sexualidad.
La castidad no es sinónimo de continencia, cuando ésta es fruto de la represión al pretender eliminar la pasión o el impulso sexual, sino de lo que verdaderamente se trata es de canalizar el deseo sexual para vivirlo de manera madura, adulta e integrada. La afectividad, es decir la capacidad que tenemos de experimentar sentimientos y emociones que influyen en nuestro modo de ser, es una riqueza humana demasiado grande para poder renunciar a ella sin consecuencias negativas. Por ello, la castidad no es una represión de las tendencias sexuales sino la virtud que hace que la persona pueda integrar rectamente la sexualidad en sí misma y en las relaciones con los demás, ordenándola al amor verdadero. Y es que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona.
Un ideal de pureza que no tenga presente la dimensión sexual cae en un irrealismo catastrófico, pues el ser un ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona. Ello implica un mundo de fuerzas, pulsiones, deseos, tendencias y afectos que habrá ciertamente que controlar e integrar dentro de un proceso educativo, en el que hay que buscar el equilibrio entre sensualidad y ternura, pero del que nunca podremos prescindir. La continencia no es castidad en los sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es periférica por haberse obtenido con una fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse por otros caminos, que aparentan no estar en relación directa con el sexo, pero de los que la psicología ha sabido denunciar su verdadero significado. Esto, por supuesto, no significa que no haya comportamientos rechazables y que no tengamos que dominar y controlar el sexo, pues el dominio del instinto, aunque todavía no sea la virtud de la castidad, es su presupuesto básico. La virtud de la castidad construye la personalidad precisamente por el predominio del espíritu y de la razón, gracias a un proceso educativo en el que la oración y la ayuda de Dios no está ausente y que incluye la formación religiosa, moral, afectiva y sexual, esforzándose en poseer esa libertad que consiste en ser capaz de elegir y decidirse, es decir de mandar en sí mismo, pero sin olvidar que en el fondo de muchos problemas morales lo que late es una falta de fe vivida y de experiencia cristiana.
Pedro Trevijano