Hermanos en Jesucristo:
El Domingo celebraremos la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. La Iglesia celebra el misterio de la Eucaristía todos los días y en todo momento en cada Santa Misa, en cumplimiento de la profecía de Malaquías: «Pues desde la salida del sol hasta el poniente, grande es mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura» (1,11).
Es también el misterio que se adora al estar Cristo presente de un modo real, verdadero y substancial en el pan y el vino consagrados por el sacerdote, según las palabras del Señor: «Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Este es mi Cuerpo que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía». De igual modo, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre, que es derramada por ustedes» (Lc 22,19-20).
En efecto, «Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y su Sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (Concilio Vaticano II).
Para destacar la importancia única y central de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de cada cristiano se dedica explícitamente un día a este misterio de la fe, en el que se «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua».
Todo nuestro bien está en Jesús y Él está en la Eucaristía. Lo sabemos. Pero ¡cuántos hombres no lo saben, y por eso van vagando por la vida, perdidos por el mundo, buscando saciar su hambre y sed en tantos bienes que no son el Señor! Y les pasa como aquel naufrago que quiere apagar su sed con el agua salada del mar. Mientras más bebe, más sed tiene y esa agua que no puede saciar su sed finalmente lo conduce a la muerte.
El alimento que sacia todos nuestros anhelos se nos da gratis, de un modo sobreabundante y sin medida. Es Cristo en la Eucaristía: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed» (Jn 6,35). «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54). En la Eucaristía celebrada por la Iglesia, desde el Corazón eucarístico de Cristo, en la comunión que realiza y expresa la alianza de amor con Cristo, el Espíritu Santo hace brotar del corazón creyente «torrentes de agua viva» (Jn 7,38).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica