Uno de los grandes problemas humanos, porque es de todos los tiempos es la relación entre Verdad y Libertad. En el enfoque de esta relación es de suma importancia nuestra concepción, creyente o no creyente, del mundo y de la vida. Para los creyentes, los que seguimos a Jesucristo, Él proclamó en Jn 8,32: «la Verdad os hará libres».
La importancia de la Verdad es tal que Jesucristo, interrogado por Pilato le responde: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad. Todo el que es de la Verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).
Los creyentes pensamos, siguiendo estas máximas, que es a través de la Verdad cómo hemos de buscar los criterios que han de regir nuestra vida en todos sus ámbitos. La auténtica libertad depende fundamentalmente de la verdad, y por ello tiene tanto derechos como obligaciones, porque es una libertad basada en el compromiso y la responsabilidad, y no en el egoísmo individual o colectivo, y que tiene derechos, precisamente porque tiene deberes. La libertad no es pura indeterminación, sino saber escoger los valores que pueden ser asumidos por una conciencia cristiana, como hizo San Pablo asumiendo los valores paganos de veracidad, templanza, amistad, hospitalidad etc., es decir de todo aquello que me ayuda a ser mejor, a realizar el sentido de mi vida, en pocas palabras, a pasar por este mundo haciendo el Bien, porque el Amor y la Verdad son el sentido de mi vida.
Acabamos de emplear la palabra valores. Los valores son quienes hacen que mi conciencia sea conciencia moral, capaz de libertad y responsabilidad, los que hacen que mis actos tengan sentido. Algunos de ellos son inmutables y eternos: generosidad, justicia, respeto de la dignidad humana, libertad, igualdad, fraternidad, sinceridad, honradez etc. Pero estos principios no bastan para definir la moral natural, que debe ser actualizada y concretizada. La ley moral natural es esa disposición presente en el hombre por la que éste puede fundamentalmente conocer lo que se le pide para su realización personal.
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (nº 1954). Su fundamento indiscutible es la naturaleza humana, pero nuestro conocimiento de la naturaleza humana es progresivo. El ser humano, por el hecho de serlo, tiene una serie de derechos intrínsecos propios de su naturaleza que los demás, incluido el Estado, deben respetar. La dignidad humana exige la fidelidad a unos principios fundamentales de la naturaleza, principios comprensibles por la razón.
Nuestra libertad cree en la democracia, pero considera ésta con el fundamento, más que de la opinión mayoritaria, en el respeto hacia todo ser humano y su común dignidad intrínseca. Defendemos como núcleo de la democracia la protección y defensa de los derechos humanos. El fundamento de la democracia no es el relativismo, sino la búsqueda de la verdad y del entendimiento racional entre los hombres. La democracia es la libertad política, libertad que lleva consigo la idea del ciudadano activo y responsable que puede protestar contra las pasiones y abusos del poder y lleva consigo la confianza en una búsqueda colegiada de una verdad objetiva que encauce los intereses de todos.
Como dice el Concilio: «La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón… La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa» (GS nº 17). Nuestra propia santificación consiste en respetar y amar al ser humano, considerándole siempre como un fin en sí mismo y nunca como un medio, porque por él Cristo ha dado su Vida y su Sangre.
Pedro Trevijano