Acabo de recibir esta consulta: ¿Se puede pensar que la pandemia desatada por el Covid - 19 sea un castigo de Dios?. Yo añadiría a la pregunta: ¿sensatamente?. Así se excluye desde el comienzo tanto el fundamentalismo desorbitado que agita terrores apocalípticos, cuanto el relativismo incrédulo del católico «progresista», que descarta con una sonrisa la cuestión in limine.
Basta hojear en la Biblia los relatos del peregrinaje del pueblo de Dios registrado en los libros del Éxodo, los Números, y el Deuteronomio, para encontrar numerosos testimonios de la actitud divina ante la infidelidad, reiterada y contumaz, de los judíos. La noción de castigo va asociada a una imagen de Yahweh, que incluye el desfogue de su ira, manifiesta en el juicio contra el pecado; este es siempre desobediencia, incredulidad, apostasía. Aparece también el juicio y castigo de las naciones paganas, ya que el de Israel es un Dios universal, único y celoso de su gloria. En una y otra dirección se destaca asimismo la paciencia de Dios y su amor misericordioso, dirigido a obtener del pecador la conversión, ya que Él «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva». Esta expresión ilustra un rasgo del Dios de Israel, que se reitera de continuo en los nebiyîn, los escritos proféticos.
Los términos mencionados parecen hallarse siempre en vinculación intrínseca: la ira es expresión de la santidad divina, de la que ha querido hacer participar al hombre; se manifiesta en el juicio, en el cual se muestra que Yahweh gobierna soberanamente el mundo, donde se ejerce como factor decisivo la libertad y consiguiente responsabilidad de la criatura, hecha a imagen del Omnipotente. Se citan las ciudades paganas castigadas por su maldad, como Babel, Sodoma, y Nínive, a las que se suma la misma Jerusalén cuando es llamada infructuosamente al arrepentimiento. En la dialéctica de la historia, los imperios paganos son instrumentos para la corrección del pueblo de Dios. Son bien elocuentes estos pasajes de la profecía de Ezequiel: «Les infligiré justos castigos: la espada, el hambre, las bestias feroces y la peste» (Ez. 14, 21)... «Ustedes caerán bajo la espada; los juzgaré en el territorio mismo de Israel, y así sabrán que yo soy el Señor (ib. 11, 10).
Respecto de la peste, es interesante recordar el castigo que se impone a la necia jactancia de David al realizar el censo del pueblo, a pesar de la sensata recomendación en contrario de Joab. Se le propone elegir entre tres años de hambre, tres meses de derrotas a mano de los adversarios, o bien »tres días en que la espada del Señor y la peste asolarán el país y el Ángel del Señor hará estragos en todo el territorio«. El rey eligió lo tercero, con este argumento: »Caigamos más bien en manos del Señor, porque es muy grande su misericordia, antes que caer en mano de los hombres«. Se produjo entonces la peste, y la muerte de setenta mil hombres. La conclusión del episodio es bien ilustrativa: »El Ángel extendió la mano hacia Jerusalén para exterminarla, pero el Señor se arrepintió del mal que le infligía y dijo al Ángel que exterminaba al pueblo: «¡Basta ya!. ¡Retira tu mano» (1 Sam. 24, 10 ss.). El episodio es retomado en el Primer Libro de las Crónicas, capítulo 21. Entre paréntesis: el término daber (o deber, peste) recurre en varios pasajes del Antiguo Testamento hebreo; la versión griega de «los Setenta» traduce thánatos, muerte.
El antropomorfismo que pinta a Dios arrepintiéndose se suma a los otros, la ira y la paciencia. Es una bella expresión de la misericordia divina. Todos los elementos señalados se encuentran en un texto del libro de Baruc, que no integra el canon hebreo sino la versión griega: «Al Señor nuestro Dios pertenece la justicia, a nosotros en cambio, y a nuestros padres, la vergüenza reflejada en el rostro, como sucede en el día de hoy... el Señor estuvo atento a estas calamidades y las descargó sobre nosotros, porque él es justo en todo lo que manda hacer... seguir los preceptos que él puso delante de nosotros» (Bar. 2, 6 - 10). «... Sin embargo, tú nos has tratado, Señor Dios nuestro, conforme a toda tu benignidad y a tu gran compasión» (ib. 2, 27).
No todo sufrimiento puede ser interpretado como castigo divino o llamado a la conversión; uno de los enigmas más dolorosos es el sufrimiento de los inocentes y su sentido. En el Antiguo Testamento, el Libro de Job y su discusión con Dios sobre este punto representa un anticipo de la respuesta que se revela en el Nuevo Testamento, en la cruz de Jesucristo, el inocente que se ofrece en sacrificio por los culpables. El castigo no es solamente pena que se impone a quien ha cometido un delito, sino también ejemplo, advertencia, corrección, enmienda.
Rigurosamente hablando, el único inocente es Jesucristo, Dios mismo que hecho hombre saca al hombre del camino sin destino, el atolladero en el que se había internado al decaer de su condición original; de la prehistoria originaria a la historia, por no aceptar la realidad de su inserción en el conjunto de la creación. «Ser como Dios», ser un dios, es siempre la gran tentación. Con la caída del hombre, la creación entera queda -como lo advirtió San Pablo, Rom, 8, 20- «sometida a la vanidad», mataiótēti . Esta palabra, mataiótesse traduce como vanidad; en la expresión griega se incluye un matiz de estupidez, sinrazón, insolencia orgullosa. Quien se somete a la vanidad es el hombre que prescinde de Dios y se empeña en forjar una nueva humanidad, la Humanidad, un orden diseñado por su soberbio arbitrio; en su pertinacia arrastra a toda la creación, de la cual había sido constituido rey. Ahora la esclaviza consigo a la nada.
El mensaje central del Nuevo Testamento es que Cristo, el Mesías de Israel, se hizo cargo del pecado de la humanidad entera y lo clavó en la cruz para disolverlo en ella. Leemos en la Primera Carta de Pedro: «Él llevó a la cruz nuestros pecados, siendo justo padeció por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe 3, 18). En la cruz la justicia de Dios se manifiesta como misericordia. Es este el momento de concluir que Dios es justo porque es misericordioso, y es misericordioso porque es justo. Esta paradoja -aparente- la expresó Tomás de Aquino escribiendo que «la obra de la justicia de Dios siempre se funda en una obra de su misericordia, y la supone» (I, q. 21, a. 4). Comentando el Salmo 50 -el célebre Miserere- dice que la misericordia de Dios es grande por siete razones: es incomprehensible, lo llena todo, está en todos, es sublime, eterna, virtuosa, y universal.
Una última observación que completa el conjunto de la revelación bíblica: por la fe en Cristo, muerto y resucitado, el hombre y con él la creación se encaminan a su fin, a su cumplimiento en el ésjaton -lo último, el estado definitivo-, «los nuevos cielos y la nueva tierra», que de lejos anunciaron los profetas.
El desarrollo precedente, articulado en la teología católica, puede servir de fundamento a la respuesta que se busca.
La Providencia del Señor de la historia no debe concebirse como una voluntad omnipotente y arbitraria sino como prudencia, sabiduría que no anula el juego de los múltiples factores que intervienen en la historia, sobre todo las intervenciones de la libertad humana y sus consecuencias, lo que en lenguaje filosófico se llama causas segundas. Me permito citar nuevamente a Santo Tomás, que insiste en numerosos pasajes de sus obras que la presciencia y providencia de Dios, y aun la predestinación de los hombres no imponen necesidad a las cosas ni anulan el carácter contingente de las mismas. A través de esos agentes se cumple el designio divino; se puede decir entonces que Dios permite el mal, el que el hombre realiza y el que se sigue de su torcida elección. Esa permisión sirve de castigo, corrección y enseñanza, en busca del bien. De paso digamos que Dios no arroja a nadie en el infierno, el condenado va allá por su cuenta, se marcha a su lugar, eis tòn tópon tòn tòn ídion , como Judas (Hch. 1, 25). Y entra en el orden de la sabiduría y la voluntad divinas, que soberanamente dirigen todo.
A propósito de la plaga del coronavirus, se ha discutido acerca del origen, de cómo el virus pasó del ámbito animal al humano. Los datos apuntan, como escenario más seguro, al mercado de Wuhan, ciudad de la China profunda; allí, al parecer, se sitúa el escenario del contagio. Se vendían en ese lugar toda clase de animales, cuya sangre derramada y sus excrementos ofrecieron la situación adecuada para la generación de la nueva plaga: se dice que pasó al ser humano del murciélago a través de un mamífero placentario, insectívoro, llamado vulgarmente pangolín. Aunque se conocen otras hipótesis acerca del origen del virus, me detengo en la descrita para ofrecer una interpretación. Como en los casos del VIH, el Ébola, el SARS y el MERS también en el del Covid 19 se verificó un salto de la naturaleza deturpada al autor de los abusos. El hombre, según el designio del Creador, se inserta en la naturaleza por medio de su trabajo y artesanía; es homo faber, pero antes es contemplativo del don recibido, al cual debe admiración y respeto; no le es lícito esquilmar el don de Dios, sino explotarlo sabiamente para su necesidad y provecho. El señorío del hombre sobre la naturaleza se ha convertido en abuso destructor del ecosistema; las consecuencias están a la vista. La naturaleza se cobra el precio de la violación a la que es sometida.
No me parece arbitrario referir a las consecuencias que sufrimos, que no se limitan al contagio de la peste, otras violencias ejercidas contra la naturaleza: la destrucción del matrimonio y la familia, en virtud de la ideología de género y de las leyes inspiradas en ella; la alteración de la realidad del sexo, y la propaganda abrumadora en favor de la homosexualidad; la educación errada de los niños por imposición del Estado; el manoseo de la dignidad de la mujer en el feminismo extremo; los crecientes femicidios (varones que asesinan a sus novias o ex novias, parejas o ex parejas); la amenaza de legitimación del aborto y la eutanasia; la idiotización de las multitudes por la televisión; el dominio de los medios económicos por grupos poderosos y funcionarios corruptos que crea pobres y excluidos, y un largo etcétera. En la cultura que se va imponiendo se insinúa un nuevo «orden» basado en el desorden, en la enemistad contra el don de la creación, contra la realidad y el concepto de naturaleza. Son virus que no saltan de la esfera animal; el virus por excelencia es la pretensión del hombre de convertirse en Dios, una pandemia que conduce a la muerte moral y espiritual. Como en el caso del ecosistema físico, también, en el ecosistema de la cultura, en el cual vive el hombre, el peligro cercano es la destrucción. Vivimos una especie de autocastigo, y la única salida es comprenderlo como un llamado a volver a Dios, lo que en el lenguaje bíblico se llama metánoia, conversión, que tiene una raíz intelectual: cambio del noûs, la mentalidad o manera de pensar, y de allí renovación de intenciones, sentimientos y proyectos.
Volviendo al Covid - 19, se me ha pedido también una opinión sobre las medidas adoptadas en nuestro país para conjurar el avance del mal. Las consecuencias económicas, sociales y psicológicas son incalculables. Los remedios que se intentan permiten la justa cavilación de muchos que se preguntan si no serán peor que la enfermedad. No es competencia mía dilucidar este asunto; la duda debería ser analizada cuanto antes.
La sobreactuación del estado atropella las garantías democráticas; la república se encuentra con sus instituciones en cuarentena, y es gobernada por el Poder Ejecutivo mediante «decretos de necesidad y urgencia». Muchos fieles están indignados por la reclusión de la Iglesia, que se somete medrosamente al dominio estatal; los templos se abren para el reparto de alimentos, pero no para que se pueda entrar a rezar en ellos. Ni siquiera se pudo el Viernes Santo, para besar el Crucifijo, y tocar con devoción el manto de la Madre Dolorosa.
¿Qué se seguirá de este penoso antecedente?. Afortunadamente no han faltado sacerdotes que con prudencia y coraje han hecho y hacen uso de la libertad cristiana. ¡No es lo mismo la Misa por internet!.
No se me oculta que esta opinión mía, que presento modestamente y cum formidine errandi, puede desagradar a muchos. Me atrevo a divulgarla recordando lo que decía Francisco de Quevedo en su Epístola Censoria al Conde - Duque de Olivares:
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?.
+ Mons. Héctor Aguer*.
*Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro, Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).