Se dice en la sabiduría popular que para medir el grado de civilización de un pueblo basta ver el modo en que trata a los ancianos. «Es preciso convencernos de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos» (San Juan Pablo II, Carta a los ancianos, nº 12); «A medida que se prolonga la media de vida y crece el número de los ancianos, será cada vez más urgente promover esta cultura de una ancianidad acogida y valorada, no relegada al margen» (ibid. nº 14) En el Antiguo Testamento numerosos textos nos indican la gran valoración y respeto que se tenía por su prudencia, experiencia y sabiduría, a la ancianidad. Dt 5,16 dice categóricamente: «Honra a tu padre y a tu madre, como te ha ordenado Yahvé, para que se prolonguen tus días y te vaya bien sobre la tierra que Yahvé, tu Dios, va a darte».
«El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad y abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf. Mc 7,10-12)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2218).
¿Pero sucede esto así o se considera en nuestra Sociedad que el anciano es una vida sin valor? Estos días una amiga me pasó una charla dada en un hospital de Madrid, sobre los deberes éticos ante el coronavirus. En la charla la médico que la daba distinguía entre el sistema anglosajón, con una ética liberal, en la que predomina la libertad del individuo, el principio de no maleficencia, la autonomía, el consentimiento informado. Hay también la ética judeocristiana, basada en el principio de beneficencia, en el que se destinan los recursos a quien más lo necesitan y por último está la ética utilitarista, propia de las catástrofes, en el que los recursos se destinan no al que más lo necesita, sino a aquél con quien más podemos conseguir, descartando ante todo a los ancianos, negándose ya, en el momento actual, según ella, hoy en Madrid, tratamiento a los ancianos de residencias.
Soy persona de 82 años y capellán de una Residencia de enfermos de Alzheimer, en la que afortunadamente todavía no hay personas contagiadas. A mí me enseñaron que el ser humano es una criatura de Dios y por tanto con una dignidad intrínseca. Somos además por el Bautismo hijos de Dios y, por tanto, me duele terriblemente ver como para tanta gente los ancianos son simplemente un estorbo, cuando en tantas ocasiones por su experiencia y sabiduría nos enseñan a captar mejor los verdaderos valores humanos. Me pareció terrible una frase pronunciada por el ministro de Sanidad el 20 de Febrero cuando se discutía sobre la próxima Ley de Eutanasia y se mostró favorable a que la nueva ley incluya bajo su paraguas a pacientes en fase de deterioro cognitivo leve o de demencia leve, y es que para muchos matar a un ser humano, como pueden ser los niños antes de nacer y los ancianos, ya no es por supuesto un pecado y ni siquiera un delito, sino un derecho.
En su Encíclica «Evangelium vitae» San Juan Pablo II nos dice: «¿Cómo es posible todavía hablar de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad?» (nº 20). Y aunque muchos digan que no creen en el pecado, recordemos la frase de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8,34).
El corona virus es ciertamente una desgracia terrible. Pero el confinamiento forzoso en el que nos encontramos puede tener un aspecto positivo: nos da tiempo, tiempo para pensar, reflexionar y, ¿por qué no? rezar. Espero que muchos lo consideren así y se encuentren con Dios. Rezo para que así sea.
Pedro Trevijano