El 12 de septiembre de 2006, Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona un discurso académico que, por la amplitud de la visión teológica, filosófica e histórica que lo inspiró, y por la profundidad de los conceptos, podría ser tema para una tesis doctoral. En ese texto el pontífice mostraba el carácter providencial del encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego, es decir, entre la revelación divina y la realización culminante del esfuerzo humano por conocer la verdad. El acercamiento entre ambas dimensiones había comenzado ya cuando el «Yo Soy» (Yahweh) del Nombre de Dios es interpretado en términos metafísicos. La versión griega del Antiguo Testamento, producida en Alejandría y concluida alrededor del año 150 a.C es llamada «de los Setenta», en virtud de una leyenda sobre su origen. Esa es la Sagrada Escritura que la Iglesia recibió de Israel; en ella se expresa un nuevo estadio de la comunicación de Dios al hombre, un encuentro entre fe y razón; religión e ilustración. El libro de los Hechos de los Apóstoles registra la visión de Pablo (16, 9 s.) que es llamado a pasar a Grecia. Se produjo entonces una diábasis, un pasaje o tránsito providencial, una sucesión: de los judíos a los gentiles. Benedicto XVI señala que el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad, sino la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego. Por eso el Papa Ratzinger puede decir que el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana. De hecho, solo así pudieron formularse los dogmas trinitarios y cristológicos de los siglos IV y V.
En la lección de Ratisbona se vindica el carácter científico de la theología ante el reduccionismo del concepto de ciencia al ámbito experimental, o de la lógica matemática. La ruptura de la síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano ya comenzó en la Baja Edad Media, con el voluntarismo de Juan Duns Escoto, quien presentó una imagen de Dios arbitrario, que no está atado a la verdad y al bien, que es Él mismo. Empero, la ruptura se verificó en un proceso de deshelenización, en tres etapas. La última se encuentra en plena realización actualmente, y en ella echa raíces con sus fundamentos confesos la «teología del pueblo».
La deshelenización comenzó con la Reforma Protestante, y el principio luterano de la Sola Scriptura. Lutero negó la canonicidad de los libros del Antiguo Testamento que solo se encuentran en la versión de los LXX, y que son llamados deuterocanónicos; considerados por la Iglesia como inspirados por Dios al igual que los que integran el canon hebreo. Los reformadores repudiaron la sistematización de la teología realizada con el instrumento filosófico. Kant, el filósofo por excelencia del protestantismo, llegó a sostener que para dejar espacio a la fe es preciso renunciar a pensar; Dios y la fe solo serían accesibles a la razón práctica. Cabe en este punto señalar un desvío presente hoy en la Iglesia, por el cual se opone «la pastoral» al estudio, profundización y difusión de la doctrina, de lo cual se desconfía; se advierte esta postura en la formación sacerdotal, y en la elección de orientaciones populistas de la acción eclesial.
La segunda etapa del proceso de deshelenización es identificada como el resultado de la teología liberal protestante de fines del siglo XIX y principios del XX, que tuvo su reflejo en el ámbito católico en la doctrina del movimiento modernista, descrito y condenado por San Pío X en la encíclica Pascendi dominici gregis. Adolf von Harnack, principal representante de esa corriente, despojaba a Jesús de su divinidad, y lo reducía a la figura de un maestro de moral; negaba la Trinidad de Dios y reducía las certezas de la teología, que ya no merecería ser considerada ciencia. Todos los interrogantes acerca de los grandes problemas humanos se desplazaron entonces al ámbito de lo subjetivo; la conciencia subjetiva sería la única instancia ética. Este desplazamiento redujo el ethos y la religión a una dimensión individual, abriendo camino a todas las patologías que los afectan.
En su discurso, Benedicto XVI se refiere brevemente a una tercera etapa de deshelenización del cristianismo, que se encuentra en plena difusión. Este nuevo horizonte que se pretende desarrollar es, en mi opinión, el que inspira la «teología del pueblo». Cito ahora literalmente palabras del pontífice: Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Estas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es simplemente falsa, sino también rudimentaria e imprecisa. Recordando que el Nuevo Testamento fue escrito en griego -añado: en la koiné, el griego hablado, popular- y que ese contacto ya se había verificado en las últimas etapas del Antiguo Testamento, el pontífice afirma que no se trata de elementos secundarios, sino que las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza. Se trata aquí de una voluntad de obediencia a la verdad, y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano.
La valoración del encuentro intercultural no debe menoscabar la claridad de la misión de la Iglesia, que es hacer que todos los pueblos sean discípulos de Cristo, y por medio de la fe los hombres alcancen la salvación (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15-16). Tampoco puede la Iglesia incorporarse al proceso de deshelenización y, de ese modo, alterar el sentido de la fe católica para entrar en una sinergia con culturas y religiones no cristianas, para ampliar el horizonte de la conciencia de la humanidad. Es fácil advertir que quienes se empeñan en promover la «cultura del encuentro» -así dicho, sin precisiones- no tienen en mucho la identidad de la doctrina y la moral católicas. En este contexto se ha desarrollado la «teología del pueblo». Esta tendencia ha sido presentada a veces como una versión de la «teología de la liberación», y tanto en su origen cuanto en sus aplicaciones prácticas está emparentada con lo que ha dado en llamarse «pastoral popular».
Un proemio: considero que la cuestión básica sería establecer por qué razones esta corriente de pensamiento y acción debería llamarse theología, ya que no es expresión del lógos de Dios, desde el cual se puede contemplar toda la realidad y la historia, sino más bien asunción de la relatividad del tiempo y del devenir. No tiene su fuente en la revelación bíblica y en la gran Tradición de la Iglesia, sino en la situación de un pueblo determinado.
Corresponde, en primer lugar, distinguirla de la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre el pueblo de Dios. En la Constitución dogmática Lumen gentium, la Iglesia, que según allí se dice es un misterio, es presentada con diversas imágenes: redil, labranza (agricultura, ager), edificación de Dios, Jerusalén de lo alto y madre nuestra, Cuerpo místico de Cristo. En el capítulo 2, el texto habla del nuevo pueblo de Dios, de sus miembros, al cual están llamados a incorporarse todos los hombres: Este único pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de ella reúne sus ciudadanos, y estos lo son de un reino no terrestre sino celestial (LG.13). Se señala aquí la universalidad o catolicidad de la Iglesia, que tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu (ib.). Entra en la historia de la humanidad, ya que debe difundirse en todo el mundo, pero trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos (LG. 9). Es uno y múltiple. El Concilio se refiere a la Iglesia Católica en términos teológicos, y la comprende, según la tradición, con su estructura y organización propias. En la lección de Ratisbona, Benedicto XVI, refiriéndose al diálogo de las culturas, afirma que invitamos a nuestros interlocutores a este gran lógos, a esta amplitud de la razón que el mensaje bíblico ha adquirido en su desposorio con la Hélade.
La «teología del pueblo», en cambio, representa el movimiento inverso: el lógos ha de someterse a las culturas y religiones ajenas al mundo bíblico, y diversas; la Iglesia se aliena en el mundo, atrapada en situaciones sociopolíticas, y así abdica de su unidad universal, de su trascendencia y de la homogeneidad del desarrollo histórico de la doctrina dogmática y moral. De este modo quedan trasformados todos los elementos de una comprensión católica de la Iglesia. La cultura de los pueblos adquiere primacía; y, como expresión del yo colectivo, es considerada sabiduría popular, orientada a la praxis como servicio de los pobres.
En las fuentes filosóficas de esta ideología se encuentra Kant, que separó la fe del conocimiento metafísico, y Hegel, cuya inspiración se advierte en el planteo dialéctico pueblo - antipueblo. También influye la filosofía hermenéutica, de la que procede la praxis interpretativa, a la cual la «teología del pueblo» asigna una importancia fundamental. Según esta corriente, nuestro conocimiento no llega al ser, sino a la interpretación que cada cultura tiene de la circunstancia, de su «estar».
Hermēneia, hermèneuma , hermenéusis, significan «interpretación»; el verbo correspondiente equivale a «expresar el pensamiento por medio de la palabra», «hacer conocer», «interpretar», «traducir». La contemplación de lo que es resulta desplazada por la praxis interpretativa, que es una operación sobre las cosas.
La «teología del pueblo» es un instrumento operativo. En la Argentina inspira ideológicamente una forma de pastoral popular, que se desposa con la herencia mítica del populismo peronista. La fe y la consiguiente actitud religiosa quedan sometidas a lo que cada pueblo concibe de ellas, según sus circunstancias de tiempo y lugar, y que se expresa en su cultura. En esta tercera etapa de la deshelenización la unidad católica, la universalidad de la Iglesia Una -Una, Santa, Católica y Apostólica- resulta fragmentada según los modos de ser de los distintos pueblos a los que llega el mensaje evangélico. La verdad de la doctrina católica pierde entonces su homogeneidad, contrariando la norma que expresó San Vicente de Lerins en su Conmonitorio Primero: el desarrollo o evolución debe producirse in eodum scilicet dogmate, eodem sensu, eodemque sententia. Eodem, eodem, eodem , sinifican «lo mismo», la identidad de lo que al inculturarse persevera siendo siempre idéntico, y por eso siempre actual. Según este Padre de la Iglesia la heterogeneidad es el error, la herejía. Dice entonces que la novedad del lenguaje no es uso de los católicos, sino de los herejes. La mala filosofía asumida por la «teología del pueblo», que inspira una dispersión multicultural con abandono de la herencia greco - romana - cristiana, lleva a la Iglesia a traicionar la misión que le encomendó su Fundador, y así la encamina a su ruina.
Los eslóganes atrayentes con los que se reviste el giro expresado en la «teología del pueblo», disimulan la verdadera dirección a la cual se empuja a la comunidad de los creyentes, y no pueden sino confundir a los contemporáneos, a los que la Iglesia debe la verdad y la gracia salvadoras. Para emplear una elocuente figura del Cardenal Robert Sarah, comparado con este desmadre, el modernismo de comienzos del siglo XX, que tantos males provocó, fue «un simple catarro».
¿Qué esperanza nos queda?. La promesa del Señor a los Apóstoles: Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Lo ha estado en las grandes crisis que en su ya larga historia soportó la Iglesia; lo estará también en esta.