En esta semana hemos estado repartiendo comida a los necesitados de nuestro barrio pues aunque en estado de alarma y confinamiento, el Papa nos ha pedido que no nos olvidemos de los pobres. Con todo tipo de precaución, siguiendo las normas de las autoridades sanitarias, les hemos abierto las puertas de nuestra solidaridad, como hace siempre la Iglesia. Pero ahora con mayor razon, pues los supermercados están abiertos para el que necesite comprar, pero muchas familias no pueden acudir a ellos por falta de recursos y solamente en Caritas encuentran ayuda; si la Iglesia les diera la espalda, ¿Quién les ayudaría?
Normalmente los repartos de alimentos me coinciden con otras actividades parroquiales y no puedo acompañar a los voluntarios que los realizan, pero estos días he tenido la fortuna de participar en el reparto y conocer de primera mano cómo están viviendo la cuarentena los más necesitados: Una madre muy preocupada por un hijo con una enfermedad contagiosa, que nada tiene que ver con el coronavirus, y que sufre porque el encierro le viene muy mal para su enfermendad; una señora que vive sola, lejos de su país y de su gente, y con mucho miedo a lo que pueda pasar; una anciana cuya esperanza era un nieto suyo conductor de Uber y al que le acaban de anunciar que le despiden por la crisis que ha provocado la epidemia; otra inmigrante con siete hijos en un piso mínimo y con el marido en el extranjero, que me cuenta cómo le cuesta tenerlos encerrados sin salir, etc. Historias con rostros concretos de personas que miran a la parroquia como ayuda fundamental en estos momentos en que las oficinas de otras instituciones están cerradas.
Pero esta mañana he visto un caso que me ha llamado especialmente la atención: Un hombre joven esperaba a que llenásemos sus bolsas y hablando con él he venido a saber que esa comida no era para él, la recogía en nombre de una vecina, persona de riesgo por su salud, que le había pedido el favor de venir a recoger los alimentos en su nombre; lo que más me ha llamado la atención es que dicho joven había hecho el propósito de ayudar a cuanta más gente pudiese durante este tiempo de confinamiento obligatorio: un sinfín de vecinos, amigos, conocidos, gente sola o enfermo o con miedo, que él se había propuesto ayudar. No presumía, me lo contó porque se lo pregunté, y me lo dijo con toda sencillez: tenía tiempo y se había propuesto a ayudar a los demás todo lo que pudiese, dentro de los límites impuestos por la prudencia, dadas las circunstancias. No le conocía, no es asiduo de la parroquia, pero su ejemplo me ha dejado impresionado.
Y , sin embargo, ejemplos así hay muchos, más de los que parece. La crisis del coronavirus, como todas las crisis de la historia, grandes y pequeñas, nos está poniendo a prueba y en algunos está sacando lo peor (miedos, enfados, desánimo) pero en otros está sacando lo mejor, señal que el estado de alarma, con todas sus limitaciones lógicas, no deja de ser una llamada a la solidaridad para el que la quiere escuchar. Pero para el cristiano, la solidaridad no deja de ser una manifestación de una realidad más grande que la engloba y que a nosotros nos empuja, nos urge, la virtud de la caridad, la que nos puede abrir las puertas del cielo.