Nuestras vidas han ido corriendo hasta ahora conforme a una pauta. El Estado del bienestar va consiguiendo que hasta los accidentes, las conmociones por grandes males y grandes bienes, se vayan normalizando. La invasión del coronavirus ha roto el ritmo, el suave compás del calendario. Es lo que nadie podía imaginar que pudiera llegar a pasar. Estamos aún haciéndonos a la idea de algo por completo imprevisto que ha trastocado seriamente nuestro vivir cotidiano. Estamos entrando, frotándonos los ojos de incredulidad, en el escenario de una película futurista inverosímil. Nos rodea lo inconcebible y nos afecta como un terremoto sin que podamos evitarlo.
Muchas cosas van cambiando y muchas más van a cambiar en nuestra vida corriente. Cuando esto acabe, ¿podremos restablecer la apacible normalidad que ya conocemos, el ritmo consabido de nuestras vidas? ¿Podremos volver a ser los sencillos burgueses plácidamente orgullosos en que nos hemos convertido?
No tengo ni idea de cómo terminará todo esto (supuesto que en algún momento terminará), ni qué vendrá después. Puestos a imaginar, puede suceder que los enemigos del Bien aprovechen la situación y lancen la batalla para fundar el reino de Baphomet o del Felsenburg de J. Benson. Puede que estando Pedro encerrado en el Vaticano y clausuradas las iglesias en el mundo, la mayoría pierda la fe y la Iglesia se contraiga a un grupito residual… O puede que todo vuelva a ser igual.
El común de los mortales hemos de limitarnos a ver llegar los virus, verles pasar enfermando a unos y a otros, y esperar a que termine por marcharse o por amortiguarse. Como el submarinista, hay que mantener la respiración bajo el agua hasta que pase el bicho y enseguida asomar la boca y volver a tomar aire. Como un mal sueño. En cierto modo, de eso se trata, aunque también hay en esta nueva situación una nueva ocasión para demostrar qué es vivir como hombres.
Encerrado en casa, puedo seguir respirando mundo gracias a la Play Station, la tele, internet y el móvil. Puedo envolverme en la esfera del aire que ya respiro y limitarme a lamentar que no puedo ir al Corte Inglés, al cine, al bar o a fumar unos porros con los amigos. La realidad de esta sacudida sanitaria del coronavirus quedará entonces limitada en su eficacia a la cáscara de mi conciencia. Como el que va en coche y se encuentra de pronto con una avería, que le incomoda hasta el momento mismo en que la grúa se lleva el vehículo y un taxi confortable le lleva a él a su destino. «No pasa nada».
El ser humano es la criatura capaz del desprecio de sí hasta el abandono en Dios y del abandono de Dios hasta la destrucción de sí mismo. No hay simetría entre una cosa y otra. Cuando el hombre se somete por completo a Dios, el hombre alcanza su plenitud, pero cuando el hombre se enfrenta con Dios lo único que consigue es arruinarse a sí mismo. Dios siempre es Dios. Las sacudidas de la historia son evidentes invitaciones a la reflexión para descubrir la verdad del hombre y de Dios o para ahondar en ella. Y el hombre tiene siempre, en esta vida, la desgraciada posibilidad, de pasar por alto estas oportunidades.
Las sacudidas producidas por la desgracia invitan, en primer lugar, a relativizar, aunque pueda parecer paradójico. Es verdad que el relativismo es imposible, pero es también verdad que casi todo es relativo: justamente todo aquello que no es absoluto. Lo que pasa es que las desgracias tienden a ejercer como absolutos, y la inmensa mayoría de ellas no lo son. Cuando, por ejemplo, muere mi padre, el dolor me puede invadir hasta llegar a expulsar de mi alma todo, hacerme pensar que ya no queda mundo, que ya no queda bien, que ya no queda felicidad. El único mal absoluto es la condenación eterna. La ventaja de la infección del coronavirus está en que no es un mal tan invasivo, salvo, evidentemente, para aquellos para quienes la enfermedad llegue a ser mortal o muy grave. La desventaja sin embargo es que la epidemia, al afectarnos más bien externamente, puede por ello no llegar a herir lo suficiente a nuestras conciencias y despertarlas.
Ahora las restricciones y precauciones nos dejan sin encuentros con los amigos, sin paseos por las calles, sin viajes. Nos llenan de dudas y de inquietudes. Nos asustan. Quedan en suspenso bienes materiales y culturales que tenemos por absolutos por fuerza de la costumbre y del apego. Nada de ello es imprescindible. La rancia filosofía hoy desacreditada llamaba «pobreza», y la consideraba como una virtud, al hábito de usar las cosas como algo prescindible. También la vieja teología olvidada. La pobreza es el relativismo de los bienes de este mundo. A ver si aprendemos.
En segundo lugar, y sin dramatismos hiperbólicos, esta sacudida puede y debe suscitar pensar sobre el sentido global de la vida. No me refiero a subirse a la azotea y poner los ojos en blanco sentado en una esterilla. Me refiero a pensar en el sentido de la propia vida. Nada me sorprendería que en estos días de epidemia aumenten los suicidios, las separaciones y los conflictos matrimoniales. Porque el mundo occidental viene viviendo aletargado en el sinsentido de la existencia. Recordemos a Nietzsche.
Llevo muchos años enseñando que Occidente se ha construido como una civilización anticristiana, por mucho que (lo digo para satisfacción de lectores sensibles) en ella algo pueda haber de aceptable. Una civilización anticristiana es un mundo inhumano. El enfrentamiento con Dios comporta la destrucción del hombre ya en este mismo mundo. Claro que, al menos en España, se ha sembrado tan a conciencia el odio a Cristo (y no solo, ni mucho menos, en los círculos cultos o en los medios de comunicación) que nuestros prójimos, cuando se dan cuenta del vacío de sus vidas, ya no se giran para echar mano del salvavidas de la fe. Solamente encuentran consuelo en el alcohol, las drogas, el cibersexo o el balcón por el que tirarse de cabeza. Lo menos malo que puede pasar es que estas personas estén tan hundidas que no tengan capacidad de reacción.
Lo cual lleva –como de la cara al envés del naipe– a toparse con la Iglesia, es decir, con los católicos. Nos creemos en posesión de la clave para manejar la situación y no nos damos cuenta de nuestra debilidad, y podemos asimismo perder la oportunidad de cambio en nosotros mismos. Pueden leerse en cartas de obispos y en medios de comunicación católicos melifluas reflexiones estomagantes que no salen del discurso tradicional típico. Mucho amor, mucha solidaridad, mucha creatividad, mucha esperanza, mucho prójimo, mero envoltorio gaseoso de una fe esquelética. Las técnicas de retórica sacra facilitan enhebrar ristras de palabros espirituales hueros pero efectistas. La mayor parte de los destinatarios tampoco piden generalmente mucho más, ya que sobre todo se preocupan –son laicos– de progresar en sus trabajos con criterios tan «profesionales» como anticristianos, y de mantener la familia –si la tienen– en los estrictos lindes de fecundidad soportables por la factura del colegio bilingüe concertado de monjas modernas y los veraneos en la playa.
La crisis de la Iglesia no es principalmente cuantitativa, sino que es sobre todo cualitativa. La inanidad del catolicismo progresista dominante queda a la vista en estos días en los que, como una «tentación» o prueba, el virus empuja a alterar o a suspender la vida litúrgica. Si las iglesias son lugares de reunión y las misas son asambleas del pueblo, entonces es del todo lógico que la prevención de contagios lleve a cerrar unas y suprimir otras. Lo único que hay que lamentar es que no podamos darnos abrazos y besos en la iglesia. Una Iglesia de relaciones humanas es tan endeble y tan prescindible como los gimnasios o los cines.
Los enemigos de la fe, los defensores de una sociedad laica, connumeran las actividades religiosas entre las actividades «culturales». Para ellos, igual que hay gente a la que le gusta ir al fútbol, hay gente a la que le gusta ir a misa o a una procesión. La esencia de la religión está en la sociología y en la psicología. Piensan los secularistas que las personas religiosas son personas débiles que necesitan el apoyo de la comunidad de creyentes para sentirse protegidos, que rezan y van a misa porque en ello encuentran su equilibrio interior, etc. Pero lo realmente importante es la economía, como decían ciertos políticos españoles de derechas. Y la salud. La religión, por el contrario, no forma parte de las cosas importantes en el esquema del progresismo.
Lo chocante del asunto es que muchas autoridades religiosas –entiéndase, católicas– adoptan ese mismo punto de vista y sus decisiones en relación con el contagio del virus parecen más redactadas por epidemiólogos que por creyentes. Comencemos por señalar que las iglesias no son lugares de asamblea. Podrán serlo las sinagogas o las mezquitas, pero no las iglesias. El que en las iglesias haya un altar hace de ellas un lugar, no de reunión, sino de sacrificio. Como, además, casi todas tienen un sagrario, también contienen al propio Dios. Por otra parte, la misa, que es para lo que sobre todo existen las iglesias, no es la asamblea de los creyentes, sino la renovación del sacrificio (incruento) de Dios. Porque es sacrificio, es luego asamblea, pero no al revés. Es tan importante el sacrificio de la misa que sin él la Iglesia no puede existir. Si desaparece la misa, muere la Iglesia. Bien lo saben sus enemigos.
Claro que no se trata de dar la espalda a la realidad de la epidemia. Las autoridades de la Iglesia pueden aprovechar esta oportunidad providencial para restaurar en la conciencia de los católicos el valor supremo de la santa misa y la fe en la presencia real de Cristo –con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad– en la eucaristía reservada en los sagrarios. A continuación podría la autoridad lamentar la interferencia que en la vida de fe de los católicos implica la epidemia. Y podría asimismo ingeniar nuevas vías para hacer presente a Cristo y la misa entre los creyentes. No todas las iglesias tienen por qué cerrarse. Las hay que permiten, por su tamaño y condiciones, mantener entradas y salidas de personas que deseen rezar o acudir a los sacerdotes. Ni todas las misas tienen por qué suprimirse, si es posible –y es cuestión de empeñarse en ello– garantizar que se cumplen las normas higiénicas.
También es este buen momento para desempolvar la vieja convicción católica de que la misa es sacrificio ofrecido por la Iglesia mediante el sacerdote. Para que haya misa no es preciso que haya pueblo asistente. Los vientos posconciliares arrasaron las misas sin pueblo, basados los progresistas precisamente en su pretendido carácter asambleario. Hoy el virus propicia romper con esta rémora. Sin embargo, aunque muchos obispos se han apresurado a suprimir misas y a dispensar a los católicos del precepto dominical, preocupados sobre todo por la profilaxis, no han tenido la sensibilidad suficiente para complementar las restricciones aconsejando a los sacerdotes, e incluso ordenándoles, la celebración diaria de la santa misa, aun sin pueblo. Esta omisión episcopal es una patente falta de fe.
Lo cual se corrobora con la cuestión de la comunión en la mano. Muchos obispos y muchos sacerdotes están obligando a los fieles a comulgar en la mano y les impiden hacerlo en la boca. Porque lo más importante es la salud, quiero decir, la salud física y evitar el contagio del bichito a todo trance. La obcecación es tanta que nadie apenas se toma la molestia de recordar que la forma ordinaria de la comunión es tomarla en la boca y que la comunión en la mano es solamente una concesión. Porque nadie se toma la molestia de pensar siquiera en cuál es la dignidad, no solo del fiel contagiable, sino también, y sobre todo, del Señor presente en el pan eucarístico. Aun en el supuesto de que los médicos demostraran que la comunión en la boca es inaceptable desde el punto de vista higiénico, ninguna de las autoridades eclesiásticas que conozco ha manifestado ni el más mínimo disgusto cuando ha forzado a todos los fieles a comulgar en la mano o se lo han aconsejado.
Esta sacudida del virus está poniendo al desnudo muchos rincones de las almas. Como el crisol, el virus está prueba la autenticidad de lo que hasta ahora llamamos «amor», «comprensión», «justicia», «misericordia», «ayuda a los demás», «creatividad» o «fe». Ya no valen declaraciones, ya no valen discursos, ya no valen palabras, sino hechos. Y los hechos patentes proclaman que las almas están vacías de Dios y que quienes tendríamos que ayudarles necesitamos también ser despertados de nuestra falta de fe.
Dejo al margen de este largo artículo valorar lo que están haciendo los políticos.
José J. Escandell