Cuando pecamos rechazamos un don divino, una gracia, una llamada personal de Dios. En este sentido nuestro pecado es personal, pero no privado, porque todos los dones y gracias se ofrecen al individuo para la edificación de la Iglesia. Con los pecados graves de sus miembros la Iglesia sufre una lesión profunda, puesto que estos pecados actúan una separación no sólo entre el hombre y Dios, sino también entre el hombre y la Iglesia. El pecado del cristiano, aún el más secreto y personal, afecta a todo el Cuerpo de Cristo; no nos extrañe por ello que dado que el comportamiento de sus miembros repercute en su propia santidad, la Iglesia emplee gran parte de sus energías en luchar contra el mal, siendo la purificación impuesta al pecador una reacción normal de defensa del Cuerpo Místico. En consecuencia la Iglesia se considera con el derecho de fijar en qué casos el pecado debe pasar bajo su criba y exige ésta cuando se ha consumado una ruptura seria con Dios y con Ella. Más aún, la penitencia no sería cristiana sino fuera eclesial, debiendo el penitente aceptar el plan de Dios de actuar en el mundo a través de la Iglesia.
Por ello no debemos considerar nuestros pecados sólo en el plano individual, sino en todo el conjunto eclesial, perspectiva válida y útil tanto para el penitente como para el confesor.
La confesión es el lugar de encuentro entre la misericordia divina y la constante necesidad humana de reforma y mejora; en este sacramento descubrimos tanto el carácter social del pecado, como el aspecto personal y comunitario de la conversión. Por la conversión el pecado es derrotado y ya no me separa de los demás, sino que por el contrario se hace ocasión de una relación más plena de amor.
Para ello es preciso que el penitente mismo, verifique el grado de seriedad de su buena voluntad. Pero recordemos que Cristo no está solamente en el sacerdote que absuelve, sino también en ese pobre hombre que no sabe cómo hacer para dolerse de unos pecados que sin embargo le atraen. Si es leal consigo mismo e intenta hacer una buena confesión es Cristo quien le inspira e ilumina.
El penitente debe intentar unir su conversión personal con el sacramento, que debe ser una realidad que asume e interioriza. Más aún, la penitencia no sería cristiana sino fuera eclesial, debiendo el penitente aceptar el plan de Dios de actuar en el mundo a través de la Iglesia. El perdón de Dios no es algo mágico, sino que tiene una dimensión sacramental y eclesial que me lleva hacia mis hermanos, con los que había roto. La conversión del corazón pide que el efecto sacramental no sea algo meramente interior, sino que se manifieste en el comportamiento. El sacramento es una estructura eclesial que existe para que los cristianos puedan formar una comunidad donde el perdón se da y se recibe, realizando las palabras del Padre nuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
La Iglesia también hace penitencia, pues los que pecan son sus miembros y a veces sus comunidades e instituciones. Pero la función fundamental y principal de la Iglesia es la de ser Madre; una Madre que acoge, ayuda, reprende, purifica, limpia, anima y sostiene a cada uno de sus hijos, según su situación y necesidades, si bien también Ella, al verse manchada por el pecado de sus miembros, necesita purificarse y reconciliarse con Dios y con su propia vocación a la santidad.
Tengamos además en cuenta que el sentido eclesial de la penitencia cristiana no se acaba en la Iglesia peregrinante, ya que según Sto. Tomás todo el Cuerpo Místico se ve afectado por la conversión del pecador, quien al readquirir las virtudes sobrenaturales ayuda con su apostolado a los otros pecadores y con su oración a las almas del Purgatorio, así como sirve de alegría a los santos del cielo.
Pedro Trevijano