En la Argentina actual, aun quienes no frecuentan la literatura saben qué es «el Relato», y hablan de él. No se trata de una simple narración, la crónica -por ejemplo- de un viaje, una historia de piratas como las que nos apasionaban de niños, abundantes en detalles minuciosos sobre personas y lugares. Un relato es un cuento, y piratas han existido siempre. «El Relato» que arman los políticos en trance de campaña, o por afán de perdurar se parece al «cuento del tío», como el que sufren a menudo ancianos jubilados a quienes birlan sus magros ahorros. Solo que está destinado a millones de votantes; muchos de esos ciudadanos están entusiasmados, una mitad más o menos, y la otra mitad, resignados. De un modo específico, singularísimo, «el Relato» es el que cubre con un manto de heroísmo la década «ganada» para algunos, «robada» para otros. Sin embargo, hay que reconocer que existe una tendencia, en la política argentina, a elaborar relatos. Estos cuentan con relatores, sean profesionales habilitados para servicio de las corporaciones mediáticas, sean movidos por coincidencia ideológica o devoción personal. En general, todo tiene su precio, su costo, nada es gratis. Detrás, como usina y sostén puede haber un partido político, una alianza electoral, una personalidad carismática con su entorno de cómplices y beneficiados; la aspiración es lograr reunir o sostener en el tiempo una multitud de militantes convencidos de la veracidad o de la utilidad del relato, que lo profesen y difundan como única verdad.
Me interesa afirmar en estas líneas que el relato, «el Relato» es la mentira. Me atrevería a decir que, después de todo, la Argentina es un país que vive mintiéndose a sí mismo; el porcentaje superior de votos obtenidos en una elección convierte al relato en discurso oficial, como si fuera la Verdad. La mayoría de los políticos, los más exitosos especialmente, están acostumbrados a mentir; han perdido la noción de la diferencia entre verdad y mentira. El pueblo sencillo lo sabe, y se resigna. Si les concedemos que tienen buena intención -no podemos ser jueces de esa intimidad- habría que aceptar que no tienen conciencia de estar haciendo algo malo. Propongo explorar brevemente la cuestión de la mentira.
La tradición ética de Occidente, con base greco-romana e iluminada por el pensamiento bíblico a través del cristianismo, ha distinguido tres tipos de mentira: materialmente, la mentira es el enunciado o dicho falso, que no corresponde a la realidad de las cosas; en una consideración formal es la decisión de decir algo que es objetivamente falso, de presentarlo como si fuera verdad. De hecho, efectivamente -aunque la distinción con lo anterior parezca sutil-, mentira es la voluntad expresa de engañar, la intentio fallendi que decían los medievales, quienes remarcaban que en esa intención consiste principalmente el pecado de la mentira. Puede ser de palabra, de hecho o con gestos, con señas que expresen el caprichoso arbitrio; siempre es pecado. De acuerdo con la triple distinción anterior -materialiter, formaliter, effective- cabe preguntarse: si los emisores del relato, que no es verdad porque no coincide con la realidad de las cosas, lo proclaman voluntariamente sabiendo que no es verdad, ¿simplemente se equivocan y por ligereza o por hábito arrastran al error a los demás, o siempre tienen intención de engañar?. La mentira es lo que se dice contra mentem, escribió Tomás de Aquino. Podría ocurrir, hipotéticamente, que alguien enuncie un dicho falso creyendo que es verdadero; corresponde que esa persona diga lo que piensa, lo que percibe con su inteligencia, y que no haya intención de engañar. Esta distinción permite esbozar una semidisculpa: es sabido que muchos políticos carecen de un conocimiento adecuado de las cuestiones que deben abordar en cumplimiento de sus funciones; hablan con una buena cuota de inconsciencia, o siguiendo la indicación de las decenas de asesores que cada uno tiene a sueldo. Me estoy refiriendo a la situación patética de no pocos legisladores. Quizá se consideran más de lo que son; en esto incurren en otro tipo de mentira, la jactancia. He hablado de semidisculpa porque en realidad tienen la obligación de estudiar, y conocer responsablemente aquello que deben resolver, y de lo cual depende en una u otra medida el bien común.
La actividad política es, por esencia, de carácter moral, y esta condición implica a la voluntad, que pone en ejecución la verdad que se percibe como bien. Este débito moral de la política se cumple en una virtud aneja a lajusticia que se llama verdad. Por honestidad, por decencia, todos debemos al prójimo la verdad. No se puede vivir sin creer a los otros; sin el cumplimiento de esa deuda moral que tenemos con los demás, la vida social se hunde en la injusticia. «El Relato» incluye una buena proporción de desvergüenza, complicidad manifiesta o subrepticia con la corrupción.
El caradurismo de algunos políticos pasa airosamente todas las pruebas de detección. La tolerancia social de tales situaciones permite erigir monumentos a los peores, que engrosan la lista de próceres en una historia de opereta. Un problema grave se afinca en una pólis cuando ya no se valora espontáneamente la decencia y por consiguiente no se repudia también, espontáneamente, la inmoralidad. El conocimiento objetivo de la realidad y la posibilidad de convertirlo en bien realizado resultan estragados por el relativismo gnoseológico y ético, o por la convicción errada de que el modelo del hombre y su proyección familiar y social es el resultado de la mera evolución cultural, de la invención inmanentista del sujeto. El hombre sería autor de sí mismo sin referencia alguna a un orden objetivo que es externo en cuanto a su origen y fundamento, pero introyectado como ley en la propia naturaleza personal. La evolución del pensamiento jurídico - político en el siglo XX ha otorgado pretensión teórica a ese movimiento cultural: el positivismo jurídico de Kelsen y su «teoría pura del derecho», la expansión de los neomarxismos, el surrealismo de la revolución cultural y el ateísmo práctico y radical de Gramsci, que propone una «concepción moderna de la vida» como religión de la inmanencia, han formado en nuestras universidades una generación de políticos para quienes no tiene sentido una Verdad trascendente que ilumina y conduce en la realización de una justicia triunfante de las ideologías porque está apegada al bien social que puede alcanzarse, con objetividad, según es posible en este mundo.
El influjo social de la cultura y los procesos educativos tienen su parte en la formación de la personalidad, pero todo hombre que se no se haya deshumanizado hasta una especie de degeneración, ama la verdad, desea conocerla sobre todas las cosas, y procura hallarla con todas sus fuerzas. Existe una profunda armonía entre la Verdad del ser, del mundo y de Dios, y la virtud de la verdad por la cual se desecha la mentira. Fue Aristóteles quien enseñó la identidad entre verdad y realidad; una afirmación de nivel metafísico fundamental para la formación del hombre y el ordenamiento de la pólis. Nada que ver con el cínico pragmatismo de «la única verdad es la realidad». El influjo negativo de una cultura globalizada que puja para imponerse, lleva a enunciar nuevos «derechos humanos» contrarios a la naturaleza y a discriminar pertinazmente a los verdaderos. «El Relato» se empecina en negar la realidad; en eso cifra su carácter falaz.
La Argentina padece las consecuencias de décadas de «Relato»; de continuo surgen nuevas versiones. Me permito evocar uno que sigue haciendo mucho daño. Es increíble que el mito de los treinta mil desaparecidos se convierta en «verdad» obligatoria; lo es por ley en la Provincia de Buenos Aires, promulgada por el gobierno de Cambiemos. Ahora proyectan -me refiero al nuevo gobierno-, con impertinencia pasmosa, endilgarnos una ley contra el «negacionismo», como si el horror de las ocho mil y pico de víctimas de la dictadura pudiera igualarse a los horrores máximos de la Shoah, o el genocidio armenio. Persisten en querer imponer que esa tragedia de nuestra guerra interna fue un genocidio y así se alimenta irremediablemente el odio y el afán de venganza. Entre tanto, las víctimas de los «jóvenes idealistas» esperan en vano un reconocimiento, y algunos miembros de las «formaciones especiales» son funcionarios del gobierno, ellos o sus panegiristas.
Nuestro país se encuentra en un punto crucial de su derrotero; de continuar por esa ruta de la mentira, se irá desgastando lo que resta del ser nacional. La angostura económica y financiera debida a décadas de «Relato», constituye el soporte material, simbólico, de una ruina mayor. En otras oportunidades me he extendido en apuntar una lista de nuestras desgracias; ahora evoco solo algunas: la destrucción del matrimonio y la familia; el desprecio de la vida, manifiesto en las noticias cotidianas, que está en la base de numerosos delitos; la desorientación de las generaciones jóvenes que no encuentran sentido y norte para su existencia; las esperanzas siempre frustradas de los pobres; el egoísmo de los afortunados a quienes solo importa su propio bienestar; la corrupción de los gobernantes, empeñados en zafar de las penas que corresponden a su traición a la patria; la irreligión creciente de las élites... así podría continuar un buen trecho. Entre paréntesis, es interesante notar por quién juran ahora muchos funcionarios, la intrascendencia quizá los ponga a salvo de la demanda. Por lo menos, al no invocar a Dios no perjuran.
Esta serie de males es una pincelada de una visión apocalíptica. Para balancear correctamente la realidad, habría que tomar en cuenta a tantos argentinos de bien que hacen presente el filum que nos conecta con los argentinos de antaño, los que supieron hacer aquello de lo cual vivimos todavía porque concibieron la autoridad como un servicio y no como un medro. Nos resta aspirar a que surjan, del anonimato, por las vías que están en el secreto de la Providencia, para regenerar desde dentro la vida política y hacer vigente en ella la verdad, sin relato alguno.