«El tema de la legalización del aborto clandestino no quiere decir que el aborto se vuelva obligatorio. Es absolutamente legítimo y respetable que haya mujeres que no quieren abortar y no hay ningún problema con eso». En una reciente entrevista radial, el presidente de la Nación, Alberto Fernández, nos ha devuelto la 'tranquilidad': el aborto no será obligatorio en la Argentina.
Mejor aún: las mujeres embarazadas que deseen tener a su bebé, no serán inculpadas penalmente, y merecen respeto. No existe expresión más feliz del «mundo al revés». El Dr. Fernández ha declarado impertérrito estas enormidades; por lo visto no teme hacer el ridículo. Además, en el mismo contexto, con el empaque propio de un jefe de Estado, comentó su entrevista -de igual a igual- con el Sumo Pontífice de la Iglesia a la cual dice pertenecer como hijo: «Respeto absolutamente la posición del Papa y de la Iglesia, pero no hablé con él de la cuestión del aborto. Cuando dos personas tienen una diferencia y un punto en común, yo prefiero hablar sobre los puntos en común». El Santo Padre tendría que agradecerle la delicadeza. Ya he observado, en otras intervenciones, que muchos políticos, entre los cuales hay que incluir al presidente, no se aplican a reflexionar acerca de qué es «eso» que se elimina mediante el aborto, y que va a parar a un tacho de residuos biológicos. Les molesta si afirmamos que se trata de un niño por nacer, cuya sangre, cuando el embarazo lleva algunas semanas, se mezcla con la de su madre en esa operación criminal. Vuelvo a citar, como lo hago invariablemente, la calificación que aplicó al aborto el Concilio Vaticano II: crimen abominable (Gaudium et spes, 51).
Los comentarios presidenciales no aludieron a la «misa peronista» de la que participó antes de la audiencia con Francisco, y a su escandalosa comunión eucarística «en pareja». Todo inexplicable para quien no se resigne a la curiosa originalidad del catolicismo argentino.
El embate oficial contra la auténtica dignidad del ser humano no se limita al caso del aborto. Los medios de comunicación han mostrado sonriente al Dr. Fernández, «emocionado», según dijo, encabezando el acto de entrega del Documento Nacional Trans de identidad número 9.000. Al respecto subrayó que la Ley de Identidad de Género, promulgada hace ocho años por la actual vicepresidente, «recompuso la vida de más de mil personas por año». Todo es igual, nada es mejor, como cantó Enrique Santos Discépolo en su inefable tango «Cambalache»; llora la Biblia junto a un calefón. Ya el presidente Macri se había jactado, hablando ante mujeres del G20, de que en la Argentina «rige transversalmente la perspectiva de género». El peronismo socialdemócrata y el denostado «neoliberalismo» del gobierno precedente comparten la misma carencia de principios fundados en una concepción integral de la persona humana, y de sus proyecciones familiares y sociales. Asumen ambos la corrupción moral que afecta a un Occidente descristianizado, y en consecuencia deshumanizado. Han perdido la noción metafísica de naturaleza, de orden natural, de ley natural; esta es contradicha por leyes que degradan la condición humana.
El valor pedagógico de la ley se invierte, de tal modo, que los antivalores sancionados en ella penetran paulatinamente en la cultura vivida y la deforman. Un ejemplo emblemático: la ley de divorcio vincular, aprobada en los años ochenta, ha llevado finalmente a que hoy en día la gente no se case. El ejemplo de los famosos de la farándula, copiosamente difundido por todos los medios, coopera en el mismo sentido, fascinando la imaginación de multitudes. A propósito recuerdo una frase de Eva Perón, contenida en un mensaje suyo a un congreso de mujeres reunido en España: «Nuestro siglo (por el XX) será recordado como el siglo del feminismo victorioso. La victoria del feminismo consiste en la indisolubilidad del matrimonio y la presencia de la mujer en el hogar». ¡Otros tiempos!.
La tendencia crónica de la vida pública argentina a copiar lo peor que se halla en otras latitudes se cumple en los casos apuntados. Se asumen los ídolos del Occidente actual. Una libertad sin fronteras, sin referencia a la verdad del hombre; para ella no existen valores morales objetivos universalmente válidos, los que confieren contenido a la libertad. El culto de la democracia -con el valor de un mito religioso-; los mecanismos políticos y los intereses que los mueven enmascaran una caricatura de la misma, en desmedro del pueblo, masificado como un rebaño. La proclamación de nuevos derechos humanos fundados en la voluntad individual y subjetiva y no en la dignidad de la persona. La dictadura del relativismo cuenta entre nosotros con una policía del pensamiento, el Instituto Nacional de la Antidiscrimación (INADI), organismo ideologizado y manejado políticamente, que considera discriminatorio lo que no lo es. Vale la pena recordar que el verbo discriminar, en una primera acepción, significa separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra; la segunda acepción designa el dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos o políticos. De este segundo sentido abusa el INADI en sus iniciativas persecutorias. Me pregunto si podríamos leer públicamente ciertos pasajes de la Biblia sin consecuencias desagradables. El sentido común de la mayoría de la gente todavía no ha sido confundido por la propaganda, pero hay que reconocer que las ideas apuntadas influyen enormemente sobre los jóvenes.
Otra iniciativa compartida por diversas fuerzas políticas es la Educación Sexual Integral, impuesta oficialmente en las escuelas. No es integral, ciertamente, la que se refleja en los programas, sino parcializada en el sentido de un pansexualismo dañino, con la exclusión de los padres de familia, a quienes compete en primer lugar, y como derecho inalienable la formación de niños y adolescentes, en una dimensión tan decisiva de la vida de sus hijos. Se pretende, con presiones constantes que esa visión incompleta y errada de la sexualidad sea asumida también en los colegios católicos. La antropología cristiana es la que debe iluminar un proyecto formativo de máxima trascendencia cultural: una educación para el amor, la castidad, el matrimonio, y la familia. En la Provincia de Buenos Aires la imposición de las orientaciones oficiales es groseramente inconstitucional, ya que la Constitución provincial, en el artículo 199, establece que los escolares bonaerenses han de recibir una educación integral, de sentido trascendente, según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia. Obviamente, el texto se refiere a las escuelas estatales, en las que el laicismo continúa bloqueando la dimensión religiosa. La cláusula constitucional es ignorada o contradicha deliberadamente por todos los gobiernos desde 1994: ni moral cristiana, ni respeto de la libertad religiosa.
Aborto, ideología de género, perversión sexual; proyecto pseudodemocrático para reinventar la sociedad nacional. Alguien tiene que decirlo.