Las fiestas navideñas se inician con el Nacimiento de Jesús, el día de Navidad, y se terminan con la fiesta de la Epifanía, que supone la apertura de la Revelación y la Salvación de Jesús a los pueblos gentiles. Pero en estos días de Navidad, también se celebran otros hechos importantes, y hoy voy a recordar la matanza de los Santos Inocentes.
La matanza de Inocentes en Belén, que nos narra el evangelio de San Mateo (2,13-18) ha hecho que Herodes, el culpable de ella y del que sabemos que era un personaje cruel, haya pasado a la Historia, fundamentalmente por este hecho, con una pésima reputación, y eso que seguramente las víctimas fueron unas pocas decenas. Ahora bien, dado que sólo en nuestro país se calcula que hay unos cien mil abortos al año, ¿qué deberíamos pensar de aquéllos, los Herodes actuales, especialmente médicos, políticos y los que se enriquecen con esta infame industria, que hacen posible semejante carnicería?
Es cierto que los defensores del aborto intentan autoengañarse y engañarnos, con afirmaciones como la de esa inefable ministra, que el feto es un ser vivo, pero no un ser humano, si bien los avances de la Ciencia, han desmontado y reducido al ridículo esta afirmación. Hoy sabemos que la vida es un hecho biológico que se inicia en la fecundación, y que ese hecho viene determinado por una identidad genética singular, y que esa identidad tiene una constitución única que nunca se había producido antes y que jamás volverá a producirse, por lo que es distinta de cualquier otro ser. La cuestión del inicio de la vida humana hoy ya no es una cuestión de fe o de ideas, sino que es algo que se resuelve mirando un microscopio. La fecundación extracorporal es la prueba visible, experimental, de algo que la Moral ha enseñado siempre: la vida humana empieza en la fecundación. Si el fin de la Medicina es curar y no matar, profilaxis no puede ser interrumpir un embarazo para evitar que un niño venga con deformaciones, sino prevenir la enfermedad, curarla y no matar a niños que son de carne y huesos. Como afirma Lejeune, el descubridor que el síndrome de Down tenía como causa un cromosoma de más, en el libro «Jérôme Lejeune: amar, luchar, curar» de Jose Javier Esparza, ed. Libros libres, donde nos enseña que «no se protege a nadie de una desgracia cometiendo un crimen. Y matar a un niño, (aunque sea antes de su nacimiento), es simple y llanamente un homicidio. No se puede aliviar la pena de un ser humano, matando a otro ser humano». Los que hacen progresar a la Humanidad no son los que suprimen a los enfermos, sino los que luchan por curarlos.
De esto los sacerdotes que confesamos sabemos algo. Recuerdo que en cierta ocasión, un sacerdote amigo mío me contó que un proabortista le había dicho: «No sé por qué los sacerdotes tomáis partido en esto del aborto, porque a vosotros ni os va ni os viene», a lo que el sacerdote le respondió: «es que a nosotros nos toca rehacer a las mujeres que vosotros deshacéis».
Por mi experiencia personal y por lo que oigo y leo en los profesionales de la salud que hablan de estos temas puedo decir que el aborto es una solución desastrosa, con gravísimos traumas psíquicos y morales, que al contrario de lo que sucede con muchas otras malas acciones, sus consecuencias van haciéndose mayores con el paso de los años, y que por supuesto no cura ninguna enfermedad, sino que las origina o agrava. Ninguna enfermedad y menos una enfermedad psíquica puede curarse mediante un aborto, que, por el contrario, ocasiona graves daños, al ser un acto contra el instinto natural de ser madre. Y es que la naturaleza no perdona
Los que han realizado abortos, especialmente mujeres, quedan con frecuencia marcados con un síndrome postaborto, que se presenta antes o después a lo largo de la vida, independientemente de ideologías o creencias, y se expresa con problemas graves de personalidad, inestabilidad emocional, agresividad contra el médico que les ha inducido y a quien no quieren volver a ver, o contra el marido o compañero con un número muy elevado de separaciones y divorcios en el primer año tras el aborto. Sus efectos son graves depresiones, autorreproches, remordimientos, insomnio, pesadillas y trastornos de conducta como la promiscuidad o el alcoholismo.
¿Cómo superar esta situación? La respuesta está en una palabra: Perdón. Ante todo pedir perdón a Dios, siempre dispuesto a perdonarnos si se lo pedimos sinceramente, perdonarse a sí mismo, con el convencimiento que si Dios me ha perdonado, también yo puedo y debo perdonarme, pedir perdón a mi víctima, perdonar a los que me han empujado a esa desastrosa decisión. En cuanto a los médicos, en varios países, médicos arrepentidos son grandes luchadores por la vida. Y en cuanto a los políticos, tener claro que mi conciencia está por encima de mi carrera política, y que ciertamente no me gano el cartel de político honrado si voto a favor de leyes diabólicas como el aborto o la ideología de género.
Pedro Trevijano