No parece detenerse la embestida arrogante de la alcaldesa Ada Colau sobre el elemento cristiano. Desde que intentara sin éxito derribar la Iglesia de Santa María de Gracia en Barcelona para liberar al pueblo de un yugo imaginario hasta retirar con más suerte la misa de la Mercè del programa de actos, sus esfuerzos al terminar el año se polarizan en torno al belén navideño, conspirando contra el Señor y contra su Mesías, expulsando sin reproches del ágora el Nacimiento, sustituyendo la tradición instaurada por San Francisco de Asís por cualquier espantajo carente de estética, ética o religión. Lo decía Ortega: «Contra lo que se cree el Estado absoluto respeta instintivamente la sociedad mucho más que nuestro Estado democrático, más inteligente, pero con menos sentido de la responsabilidad histórica».
Ada Colau sigue defendiendo el pesebre de la plaza Sant Jaume con la afirmación de que se trata de una «alegoría de la Navidad». Así lo expresaba ayer Joan Subirats, el comisionado de Cultura del ayuntamiento de Barcelona, para quien el hercúleo y hediondo proyecto exigía entre sus requisitos el que fuera una propuesta que aportase «criterios de innovación». Ante la calamidad y el despropósito no hay nada mejor que lo que se cuenta en la vida de Pirrón, que el cerdo siga en la cubierta del buque zarandeado por la tempestad alimentándose en su comedero.
Este culto a la innovación, este experimento fallido ajeno al arte, es un escenario antagónico a lo que debe ser la Navidad, obligando a degradar la novedad cristiana, destruyendo aquello que no se puede construir cuando «nuestras repugnancias más hondamente asentadas», en expresión de C. S. Lewis, obliga a la ofensa y la provocación hacia los cristianos. El culto a la innovación, siempre parece más fascinante que la humildad de la familiaridad, la reverencia o el fervor, se muestra incapaz de respetar lo que significa cada cosa y cada acontecimiento, causando problemas y confusión, deshonrando aquello que exige adoración, atacando de modo arbitrario la tradición, cultura y religión cristiana.
Me parece nefasto gobernar contra muchos con el fin de incrementar el propio poder, proyectar fobias capaces de hacerte permanecer arriba saqueando los bienes de los de abajo, envileciendo en lugar de reconciliar a los extraños desde la histérica blasfemia de implantar una brutal exclusión de cualquier componente cristiano. Deshacerse y pretender dejar en ruinas toda una concepción fundacional desde una visión cegada por el secularismo es impropio de cualquier gobierno democrático, expresión de la pertinaz imposición de una red de códigos comunistas anacrónicos incapaz de respetar un catolicismo razonable sin más aspiración que poder expresar su fe con libertad.
El contexto social y cultural catalán (la realidad incluso de cualquiera de nuestros pueblos) presenta un evidente desafío al cristianismo, convirtiendo el ámbito público en un relato propio de algo tan anticuado como lo secular, sin imbricación alguna entre la fe y la razón. El vacío de lo religioso está impregnado y penetrado de excrecencias ideológicas, colmado de una política moralizadora que ha venido para destruir la belleza de cuanto se repudia. Aunque quizá lo que se ha perdido en esta sociedad, el vacío más aterrador, no es tanto la religión como la razón, porque para Vírgenes (sic) las del belén de la casa de Paula Bosch, la creadora del pesebre de Ada Colau. Como mantenía Chesterton, nunca pudimos suponer que la mera negación de nuestros dogmas acabaría en una anarquía tan demencial y deshumanizadora como ahora es aplicable, en «un proyecto artístico» de treinta cajas de madera que se recomienda ver «por el día y por la noche», por si el nauseabundo espectáculo del belén trastero es más conmovedor en la oscuridad de las tinieblas que en la claridad de Dios.
Roberto Esteban Duque