Después de sus numerosos tropezones, el gobierno de la alianza Cambiemos, o Juntos por el cambio, se despide con una gaffe resonante. El Secretario de Salud de la Nación, Dr. Adolfo Rubinstein, publicó un «Protocolo para la atención integral de las personas con derecho a la interrupción legal del embarazo» (ILE), sin conocimiento de la ministro del área correspondiente, la Sra. Carolina Stanley.
Esa disposición se basaba en sentencias judiciales y en un fallo de la Suprema Corte de Justicia, y regulaba la consumación del crimen abominable (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 51) en casos de violación, aun de niñas y adolescentes de 13 y 14 años, eludiendo la intervención de los padres, es decir, con desprecio de la patria potestad.
El Poder Ejecutivo dejó sin efecto la medida sin pronunciarse sobre el fondo del asunto, sino argumentando que el trámite fue irregular, ya que el Secretario, que finalmente renunció. «se cortó solo». La ambigüedad del gobierno que concluye su mandato quedó a la vista no hace mucho, cuando el presidente saliente, hablando ante mujeres del G20, un auditorio feminista y abortista, se felicitó de haber habilitado el debate parlamentario para sancionar una ley general, que ampliara los casos ya legalizados. En esa ocasión, también afirmó que la perspectiva de género (digamos mejor ideología) rige transversalmente en el país.
Diversas medidas contra el orden natural se han precipitado en los últimos años; entre ellas, por obra del gobierno de la década anterior, la ley de matrimonio igualitario, es decir, de personas del mismo sexo, con la facultad de adoptar hijos o fabricarlos mediante la compra o donación de gametos y el alquiler de vientres.
El primer regalo que nos sirvió la «democracia recuperada» fue la ley de divorcio; todavía estamos esperando el reconocimiento civil del matrimonio sacramental. Después de la negación de la indisolubilidad natural del connubio, muchísima gente no se casa, y otra (especialmente figuras del espectáculo) se re-casa una o más veces, desplegando la parafernalia que solía, y suele, emplearse en las iglesias.
Otro resbalón hacia el barranco ha sido la imposición escolar de la Educación Sexual Integral (ESI); yo la llamo PSI, con la P de perversión; este arbitrio deseducativo conlleva la pretensión totalitaria de que los inaceptables programas escolares se apliquen también en los colegios católicos, en los que tenemos el derecho de desarrollar nuestros propios planes, una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Como no existe una tutela clara y firme de la libertad de educación, periódicamente nuestras instituciones sufren la presión de algunas inspectoras (suelen ser generalmente mujeres), aun cuando en algunas provincias se pueda lograr un acuerdo con las autoridades. En este área se registran también problemas intraeclesiales, como la dificultad de encontrar docentes adecuados para esa discipplina, el desinterés e incomprensión de muchas familias y las orientaciones heterodoxas, que eliminan de la catequesis y de la enseñanza religiosa escolar el estudio de los mandamientos de la Ley de Dios, en especial, el sexto.
Volvamos a la cuestión del aborto. El intento de sancionar la ley que promueven desde hace tiempo políticos y diversas organizaciones sociales, fracasó el año pasado en el Senado de la Nación, que representa a las provincias, a la Argentina profunda, en buena medida gracias a las imponentes manifestaciones de mujeres y hombres, en todo el país, en favor de la vida del niño por nacer. Fue casi un milagro, que descolocó a la corrupción de nuestro sistema político. El rechazo del aborto conlleva la defensa de las dos vidas, el reclamo de un acompañamiento integral de la mujer embarazada, sobre todo cuando el misterio de la transmisión de la vida, de la continuidad de la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, se ha iniciado al margen de la voluntad de aquella que aloja ese misterio en su seno, con especial y afectuoso cuidado si es una menor.
El presidente electo, Dr. Alberto Fernández, es un convencido abortista; ya se ha comprometido a introducir el tema en las próximas sesiones del Congreso Nacional. En estos días, los analistas calculan la posible suerte de la intentona, contando el previsible voto de diputados y senadores. El 19 de mayo pasado publiqué en el diario El Día, de La Plata, un artículo rebatiendo su afirmación de que Santo Tomás de Aquino admitía la eliminación de la criatura hasta cierto momento de su desarrollo prenatal. Prefiero pensar que se trataba de ignorancia, y no de mala fe, aunque en el contexto del actual debate parecía responder al propósito de corrernos con la vaina. Aludía, en un escrito difundido no hace mucho, a la hipocresía de una sociedad que «por preservar los dogmas» condena a la muerte de mujeres inocentes.
El embate abortista se hará sentir renovadamente con la instalación del nuevo gobierno. No se quiere reconocer que la primera cuestión a plantear acerca del asunto es de orden científico, orden en el cual es una verdad establecida la condición humana del fruto de la concepción, marcado por una identidad genética diversa de la de sus progenitores, por lo cual no puede ser considerado un apéndice del cuerpo de la madre. Es un ser humano, una persona humana, aun en el estado microscópico embrionario; está dotado de la capacidad de desarrollar por sí mismo («desde dentro y por sí», diría Platón), o sea, dotado de alma. Esta es la faceta filosófica del tema. El horror que justamente causa la violación de una adolescente no puede inspirar la pena de muerte a un ser inocente de 12 o 14 semanas de vida intrauterina. Aunque la propuesta parezca extravagante, entra en el campo del sentido común: ¿por qué no se condena a muerte al violador?.
La puja por una legalización plena del aborto ha llevado a sus partidarios a enmascarar esa meta bajo la figura de la despenalización. Se trata, en mi opinión (¡no soy especialista en Derecho Penal, como el Dr. Fernández!), de una distinción engañosa: si una conducta criminal no es penada puede ejecutarse sin ninguna consecuencia, lo que equivale a postular su legitimidad, a una implícita permisión por la ley. Además, ¿cuántas mujeres han ido a la cárcel por haber abortado?. ¿Qué significa, entonces, «despenalizar» si la pena existente nunca se cumple?.
En esta discusión decisiva para el futuro de la sociedad argentina, la posición abortista cuenta con el apoyo de los medios de comunicación, de los periodistas que se ocupan del tema, salvo pocas y honrosas excepciones. Estos profesionales de la radio, la televisión y la prensa, no alcanzan a comprender las varias facetas del problema, suelen tener partido tomado en virtud de prejuicios ideológicos; comparten la opinión de los políticos que consideran la legalización del aborto como «un caso urgente de salud pública». Sin duda, en un país destartalado como el nuestro, existe un caso urgentísimo de salud pública: remediar el estado calamitoso del sistema sanitario del país, que perjudica principalmente a los pobres, los niños, y los ancianos, a pesar del generoso esfuerzo de tantos médicos, que hacen lo que pueden.
Los políticos abortistas y los mass media ideologizados machacan a la op¡nión pública con el mito de los 500 mil abortos por año. ¿Cómo los habrán computado?. ¿No podrían ser 499.999, o 500.001?. Es el mismo procedimiento por el cual se impone frívola o maliciosamente, aun por ley como en la Provincia de Buenos Aires, que los desaparecidos víctimas de la última dictadura militar fueron 30 mil. Al desastre sanitario se añade ahora la imposición a las Obras Sociales, que no gozan por cierto de un estado floreciente, del deber de financiar los tratamientos hormonales para el «cambio de sexo», es decir de la adecuación antinatural de la biología, de la realidad sexual de la persona al «género autopercibido».
El respeto y el afecto que dispenso a todas las personas, de cualquier condición, no inhibe mi deber apostólico de proclamar la verdad. Una última observación sobre los medios de comunicación. En este caso del aborto, como también respecto de otros problemas contemporáneos, atacan a la Iglesia Católica; no, por ejemplo, a los cristianos evangélicos, que en el tema que nos ocupa tienen una posición clara y militante, con la cual coincidimos. La inquina contra la Iglesia tiene vieja data, y se ha manifestado en varios períodos de nuestra historia; es el encono bien conocido de las sociedades secretas, de los «colectivos» recientemente organizados, y de poderosos intereses económicos que financian la propaganda anticatólica.
La Iglesia Católica ha tenido siempre una doctrina clarísima sobre el aborto, desde la Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles, el más antiguo documento cristiano, hasta el Papa Francisco, que lo ha calificado de genocidio con guantes blancos. En razón de la necesaria brevedad, solo citaré la encíclica de San Juan Pablo II, Evangelium vitae que apunta como causa profunda la deshumanización de la cultura; el gran pontífice ha escrito que en la base de los atentados contra la vida naciente se encuentra
«una crisis profunda de la cultura que engendra el escepticismo sobre los fundamentos mismos del sentido del saber y de la ética, y que hace siempre más difícil la percepción clara del sentido del hombre, de sus derechos y deberes».
Señalaba, también, que a ello se añaden dificultades existenciales y de relación en una sociedad en la que las personas y las familias a menudo quedan solas ante sus problemas. Jerôme Lejeune, el científico francés que descubrió la trisomía 21 (el síndrome de down) apuntó que la calidad de una civilización se mide según el respeto que se brinda a los más débiles de sus miembros. A propósito podemos recordar una exhortación de Pablo VI en su encíclica Humanae vitae:
«A los gobernantes, que son los principales responsables del bien común, y que pueden tanto para la salvaguardia de los valores morales, les decimos: no dejen que se degrade la moralidad de sus pueblos; no acepten que se introduzcan, por vía legal, en esa célula fundamental de la sociedad que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina».
¡Qué extrañas suenan estas palabras cincuenta años después!. Las voces de alarma surgieron no solo del magisterio eclesial. Mucho antes, el extraordinario pensador, poeta y polemista Charles Péguy (1873 - 1914) se atrevió a escribir:
«El mundo moderno envilece. Envilece la ciudad; envilece al hombre. Envilece el amor; envilece a la mujer. Envilece la raza; envilece al niño. Envilece a la nación; envilece a la familia. Envilece aun, ha logrado envilecer lo que es quizá lo más difícil de envilecer en el mundo: envilece la muerte».
El aborto envilece a la mujer, la vulnera en lo más bello e íntimamente femenino, la capacidad de crear, de proteger, de comunicar la vida. Dan pena, provocan un profundo dolor las manifestaciones exaltadas, inhumanas de mujeres con pañuelos verdes; color, en realidad, de primavera, de vida, de esperanza.
Ante la nueva intentona abortista es preciso renovar los esfuerzos que el año pasado tuvieron gran influjo en el fracaso del proyecto que habían aprobado los diputados. Los fieles católicos deben sentirse comprometidos a participar de todas las iniciativas que se propongan, especialmente la convocatoria a marchas y concentraciones; han de comprender lo dramático y lo decisivo de la hora: ni pusilanimidad, ni miedo, ni hurtarse al sacrificio.
Es también necesario el diálogo y la colaboración con nuestros hermanos evangélicos, que tienen en este punto las cosas bien claras; pudimos advertirlo el año pasado: bastaba leer la excelente declaración de la Asociación Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (ACIERA). Es probable también que muchos creyentes judíos puedan comprender que al caso del aborto se ha de aplicar el quinto precepto de la Torá: No matarás (Dt 5, 17; Ex 20, 13). Asimismo, los creyentes del Islam podrían incorporarse a la pública manifestación en defensa de la vida. Lo mismo que tantos hombres y mujeres de buena voluntad, sin fe religiosa, pero que profesan una verdad científica irrebatible: lo que crece silenciosamente en el seno de una mujer embarazada es un ser humano, llamado a la misteriosa aventura de la existencia.
Nosotros, que creemos que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14), que fue un embrión, un feto, un niño por nacer, invoquemos en este combate, que es ante todo espiritual, la ayuda de María, la Theotókos, la Aeiparthénos Madre de Dios y Siempre Virgen, y de San José, sombra del Eterno Padre.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata