Hace unos años, atendiendo a un amigo, que había abandonado la fe en sus años treinta, y que estaba hospitalizado con una enfermedad mortal, le animé con todo cariño a que rezara un poco, a que elevase de nuevo su mirada a Dios, le pidiera Gracia para seguir viviendo y perdón de todo lo que le pesaba en el alma que él sabía muy bien que eran sus pecados. No reaccionó.
Aunque se daba cuenta de que le quedaban pocos días de vida, no se animó a dar el paso. Volví a visitarle unos días después y su semblante, y su estado de ánimo, habían cambiado un poco. Su espíritu había comenzado a liberarse de su ateísmo, y una cierta nostalgia de Dios había comenzado a echar raíces en su espíritu. Volví a sugerirle que rezáramos un poco, y esta vez, con una voz que parecía salir de un pozo profundo, me dijo: «¡Hace ya tanto tiempo!».
Sus palabras me bastaron para darme cuenta de que la «nostalgia de Dios» había tocado su corazón. Y así fue: una avemaría, un padrenuestro, una confesión entre sollozos, y la unción de los enfermos, prepararon su alma para el salto definitivo: volvió a ser consciente de que la vida no se acaba en el cementerio.
He vuelto a recordar este encuentro en un hospital romano, al leer ayer unas palabras de Richard Dawkins, el científico inglés y propagandista ateo, en las que se lamenta de la depravación de la sociedad actual occidental y del fracaso de la Ilustración europea para consolidar una ética, una moral, un tribunal del bien y del mal, sin Dios. Y admite a regañadientes, al menos, la conveniencia de Dios.
«Sea o no irracional, por desgracia parece plausible que, si alguien cree sinceramente que Dios está observando sus movimientos, crea que es mejor comportarse bien. Tengo que decir que odio esta idea, me gustaría creer que los humanos somos mejores que esto. Me gustaría creer que soy honesto independientemente de si alguien me está mirando o no», fueron sus palabras.
Esta consideración de Dawkins es, ciertamente, muy simple; y a la vez, es un reconocimiento honesto y humilde de que ha estado equivocado. Le desmonta el convencimiento del que ha hecho gala durante años: que el cristianismo además de inútil carece de todo sentido; y le lleva a admitir que los hombres solos, abandonados a nosotros mismos lo único que llegamos a conseguir es matarnos los unos a los otros, arrancarnos los ojos, y quedar todos ciegos.
Otro ateo de un cierto renombre en el mundo anglosajón, Douglas Murray ha admitido que está convencido de que el proyecto ateo de convivencia humana, a medida que pasa el tiempo, carece de esperanza y que «quizá estemos obligados a reconocer que volver a la fe es la mejor opción posible que tenemos».
La visión de Dawkins de ese «dios» vigilante es ciertamente muy pobre, y casi me atrevería a decir, lamentable. Pero a la vez es un reconocimiento de que el hombre dejado a sus propias fuerzas y energías no construye nada, da vueltas a su propio vacío y, por supuesto, es completamente incapaz de establecer unas reglas de juego, una moral, para relacionarse con sus vecinos, con sus semejantes, a los que nunca llamará hermanos.
Y, además, puede ser el primer paso para redescubrir el Amor de Dios. Dios «vigila» para ayudarnos en el caminar por este mundo, como una madre que está atenta a los primeros pasos del andar de sus hijos, los levanta si se caen, y los vuelve a poner en pie para que sigan caminando.
La Iglesia ayuda a otros que se declaran «ateos» a descubrir la necesidad de Dios, cuando da a conocer con toda claridad, con toda Fe, la realidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; cuando habla de Cristo, Dios y hombre verdadero; cuando recuerda la realidad de la Vida Eterna: muerte, juicio, infierno y Gloria.
Con la luz de estas Verdades, el hombre puede llenar el vacío de su alma, que ninguna cultura, por muy ilustrada que sea, podrá colmar.
Publicado originalmente en Religión Confidencial.
Reproducido con permiso del autor