En la próxima festividad de San Pedro y San Pablo finaliza el año jubilar paulino que proclamó Benedicto XVI hace un año. Han sido doce meses de revalorización y acercamiento de la figura de este apóstol fundamental.
En la catequesis, en los retiros con los laicos y religiosos, en la formación permanente de los sacerdotes, en los encuentros con los profesores de religión, hemos aprovechado este año jubilar paulino para conocer mejor sus cartas, seguir los viajes que emprendió para anunciar a Jesucristo, y leer alguna buena biografía que nos permitiese asomarnos a su perfil cristiano tan lleno de humanidad.
El encuentro con Cristo en aquel camino de Damasco no cambió la personalidad de Pablo. Con todos sus límites y con todas sus posibilidades, su encuentro con el Señor cambió el destino de sus muchos talentos. Ya no era perseguir a cristianos con indomable intolerancia, sino saberse su hermano abrazando con ellos a todos por amor a Cristo. Todos tenemos un camino de Damasco en el que descabalgar nuestros desvaríos sin renunciar a como Dios nos ha hecho. ¡Cuántos de nosotros con nuestro temperamento calmo y suave nos hemos quedado pasmados cuando había tanto que hacer o decir a nuestro alrededor! ¡Y cuántos, también, con nuestro temperamento fogoso y explosivo hemos terminado siendo incluso violentos! Y no tiene nada de malo la suavidad o la fogosidad, cuando las ponemos al servicio de Dios y de los hermanos.
El punto determinante para Pablo no fue que se cansó de sí mismo, que se asustó o que le convencieron, sino aquel encuentro con el Señor que hizo de aquel instante un nuevo nacimiento. Y con docilidad siguió lo que Cristo le decía, lo que los demás apóstoles le pidieron, y ya convertido al Señor en su Iglesia dejó correr con toda fuerza su espíritu misionero.
Se le hizo pequeño aquel mundo pequeño, y recorrió las vías comerciales y culturales de aquel Imperio romano y griego, y no perdió ocasión para anunciar a Jesucristo de tantos modos: en el testimonio de su valor sin miedo a naufragios, cárceles, falsos hermanos y algún bandolero; en el humilde ganarse el pan en aquello que sabía de oficio y no ser gravoso para nadie; en la inteligencia con la que supo dialogar con filósofos y poetas para narrar a Cristo en medio de sus ideas y sus versos; en su amor a Jesús, amado más que a sí mismo, amado en todos sus fueros y en sus adentros.
Termina este año jubilar paulino. En las Vísperas solemnes que presidió hace un año el Santo Padre en la Basílica de San Pablo extramuros, nos decía que "San Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. También para nosotros es maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo. Por tanto, no estamos reunidos para reflexionar sobre una historia pasada, irrevocablemente superada. San Pablo quiere hablar con nosotros hoy". Es realmente hermosa y profunda esta homilía del Papa en la que nos presentaba la figura de Pablo en síntesis, no sólo para el año jubilar que entonces comenzaba, sino para toda nuestra vida de cristianos.
Al concluir el año paulino, no dejamos a Pablo, sino que deseamos que nos acompañe en el camino que lleva a Damasco, a Jerusalén, a Roma con todos sus significados. Todos tenemos esos nombres en nuestra geografía y en nuestra biografía personales, porque Damasco, Jerusalén y Roma están con toda su luz y su penumbra también, allí donde nuestra vida se encuentra con Cristo, con los prójimos que Él ha puesto a mi lado, y las circunstancias que determinan nuestra andadura. Dichosos si con Pablo el apóstol aprendemos a mirar a Cristo, a amarlo y a testimoniarlo.
+ Jesús Sanz Montes, obispo de Huesca y de Jaca