Tienen un particular encanto los días en esta época del año. Ya hemos cambiado la hora ajustando la luz en cada jornada, clareando antes y atardeciendo más temprano. Todo entra en un ambiente calmo, que te desliza serenidad lejos del bullicio más bullanguero del estío veraniego ya lejano. Nos asomamos a esa fiesta de colores ocres, que el artista divino ha sabido pintar la vida con maestría en tonos pastel.
Son fechas para escuchar su música con adagio en su tiempo. Largos movimientos que te dilatan la mirada con sana nostalgia en el imparable paso de los días mientras dejas atrás momentos, escenarios, y tantos rostros amigos de gente especialmente querida que hoy no pueden ya compartir contigo tantas cosas importantes en las que se pone el corazón y sus querencias, el afecto y sus lenguajes, con todos sus gestos y sus gestas.
Así sucede nuevamente cada vez que llega este otoño ya metido en varas, y comienza el noviembre del almanaque anual. Es humilde este mes del año por todo este ropaje noblemente ceniciento, que comienza con un recuerdo entrañable que nos pone en danza a los cristianos. En primer lugar, porque hacemos memoria de todos esos hermanos nuestros que ha canonizado Dios tan discretamente, que sólo Él conoce su proceso de canonización, los méritos y virtudes anónimos a los ojos humanos, pero que ante la mirada de Dios han hecho que Él los pusiera en un altar: ese que tiene como título algo así como “al santo desconocido”. Bueno, desconocido para quien tiene una mirada limitada, por no decir corta, que no es precisamente la de los ojos del Señor. Ya decía el primer libro de Samuel en aquella escena en la que se elige al pequeño David como futuro rey de Israel, “que Dios no se queda en las apariencias, sino que ve el corazón” (1 Sam 16,9). La fiesta de Todos los Santos es precisamente eso: un reconocimiento de tantos hombres y mujeres que han vivido sus días y sus cosas sabiéndose acompañados por el Buen Dios, abandonando en Él todo su cuidado, porque han sabido que el Señor protege la vida de sus hijos. Nuestros familiares, amigos, vecinos y conocidos… ¡cuántos de ellos serán santos de esos que sólo canonizó Dios! A ellos nos encomendamos y les pedimos su ayuda desde nuestra pequeñez cotidiana.
Por este motivo, al día siguiente celebramos una memoria también especial, estrechamente relacionada con Todos los Santos: se trata de los Fieles Difuntos. Aparecen en nuestro recuerdo las personas vinculadas con nosotros y que ahora duermen el sueño de la paz, tras haberse dormido en el Señor. Así llamaban los cristianos desde los primeros tiempos los lugares donde se enterraban a sus seres queridos: no los llamaban “necrópolis” (ciudad de los muertos), sino “cementerios”, es decir, dormitorios. Allí descansan todos ellos. Y entre todos los santos que en el mundo han sido, y todos los difuntos que no olvidamos, nos ponemos en movimiento con afecto: queremos hacer memoria del recuerdo de sus vidas, de sus palabras, de sus ejemplos; llevamos unas flores, las propias del otoño que ponen una nota de color ante algo que nos conmueve como es la “hermana muerte”, según la llamaba con audacia piadosa San Francisco; y también elevamos una oración por todos ellos, encomendándonos a ellos también.
No es momento de extrañas celebraciones paganas y ajenas a nuestra cultura occidental y tradición cristiana, jugando con calabazas iluminadas por dentro con una efímera vela, a la danza macabra o frívola que no tiene esperanza, sino la memoria humilde y agradecida que nos recuerda la vocación a la santidad cristiana, mientras recordamos a nuestros seres queridos que tanto bien nos hicieron.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo