El Gobierno va a modificar la Ley de Libertad Religiosa y algunos se han puesto nerviosos. La Iglesia católica no. Ha acogido con un prudente silencio la noticia, hasta ver cómo será la nueva ley. Es verdad que los antecedentes -promoción del laicismo radical- de este Gobierno hacen temer lo peor, pero conviene esperar, no sea que lo que busque el Gobierno sea provocar una algarada católica que, de momento, sirva para distraer la atención de la crisis económica y, por último, para presentarnos como exaltados si la nueva ley no es tan mala. Una modificación de la citada ley que sirviera para dar aún más garantías a los creyentes -no sólo a los católicos, pero también a estos- sería un buen gesto por parte del Gobierno que repercutiría a su favor en la intención de voto. Tienen una oportunidad y es responsabilidad de ellos aprovecharla para cerrar heridas o, por el contrario, usarla para abrirlas aún más.
La Iglesia no está en contra de la libertad religiosa. Basta con leer el discurso del Papa en la ONU del pasado 18 de abril. La cuestión está en definir de qué libertad religiosa estamos hablando. Nosotros nos referimos a la que el Papa defendió en Nueva York con estas palabras: «Es inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos -su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión».
Los católicos no tenemos miedo a la libertad. Lo que tememos es que usen esa palabra como camuflaje de la dictadura. Y, en eso, algunos son expertos. (La Razón)
Santiago Martín