Una costumbre de la época de mis abuelos (que pervivió hasta la de mi madre, de quien la aprendí) era la de besar el trozo de pan sobrante antes de tirarlo o desecharlo. Posiblemente esta costumbre proviene de la época de postguerra, años de escasez y penuria, en los que cualquier alimento se consideraba algo muy valioso. Sin embargo, me parece que este acto sencillo tiene unas dimensiones que trascienden lo económico.
Hay un aspecto indudablemente religioso en este gesto. El pan es la especie en la que se produce el misterio eucarístico. Arrojarlo sin otra consideración puede tener algo de profanación.
Pero hay algo más en esta costumbre que nos remite a un mundo de uso y valores y que, quizá, debamos rescatar.
Lo primero que quiero reseñar es la importancia de los pequeños gestos. Costumbres y usos que hemos recibido de nuestros antepasados y que acopian ideas y valores. Estos gestos puede que resulten rutinarios pero no por ello pierden su sentido positivo. Lo que, por ejemplo, se llamaba urbanidad o buenas costumbres eran un conjunto actos que podían ser rutinarios y convencionales, pero que hacían la convivencia más fluida y agradable.
Algo más: el acto supone una especial relación con los bienes materiales en la que prima la delicadeza y la gratitud. Recibimos estos bienes y debemos estar agradecidos por ello. La Providencia cuida de nosotros y nos proporciona, además de los bienes espirituales, los materiales: «el pan nuestro de cada día». La idea de gratuidad está vinculada (incluso etimológicamente) a la idea de Gracia: lo que se nos da no se debe a los merecimientos del receptor sino a la generosidad del donante. El pan viene, como todo, de Dios, pero también de la «mano del hombre». El gesto de besarlo es asumir su carácter de «don» y nuestra condición de receptores del mismo.
La gratitud, por otra parte, supone una actitud responsable ante los bienes de la tierra. No podemos usar y consumir estos bienes de forma inmoderada, compulsiva, egoísta y, en última instancia, irresponsable. Desde este punto de vista, el consumismo irresponsable tiene tres aspectos que lo hacen negativo: primero, porque estos bienes no son disfrutados por muchos hombres; segundo, porque son materialmente limitados; y tercero, porque supone un desajuste moral, colocar por encima lo que está por debajo en la jerarquía de los valores. El gesto parece enseñarnos que hay que tratar las cosas del mundo con delicadeza, con respeto, como, salvando las distancias, a las personas. No somos bárbaros movidos por un instinto ciego, sino personas que actuamos desde las pautas de la razón.
Frente a las grandes reformas y ambiciosos proyectos, frente a los pomposos compromisos y retóricos manifiestos, quizá sería más fácil y efectivo recuperar estos pequeños gestos: besar el pan, hacer la señal de la cruz cuando se inicia un viaje, ceder el asiento a un mayor...