Con frecuencia, oigo decir la siguiente frase: «Yo, de mis pecados me confieso ante Dios. Un hombre, un sacerdote, no tiene por qué entrar en mis problemas íntimos y en mis relaciones con Dios».
¿Es esto verdad? Como mínimo hay que decir que no del todo, porque Jesús, en su primera aparición a sus discípulos después de su resurrección, es decir en un momento particularmente importante, les saluda así: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (cf. Jn 20,21-23). Hay otro texto parecido en Mt 18,18, pero allí la expresión es atar y desatar, que hemos de interpretar, como nos dice el Catecismo de la Iglesia así: «aquél a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios, aquél a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios» (nº 1445).
Es decir, Jesús confirió el poder de perdonar los pecados no a toda la comunidad, sino a los Apóstoles. Este poder se ha transmitido a los sucesores de los Apóstoles, los Obispos y a sus íntimos colaboradores en la actuación pastoral, los sacerdotes, siendo el obispo o sacerdote no sólo el representante de Dios, sino también de la Iglesia. No olvidemos en efecto que nuestros pecados afectan siempre a la Iglesia, de la que somos miembros, y por ello la reconciliación del pecador supone no sólo la reconciliación invisible con Dios, sino también la reconciliación visible con la Iglesia.
La Iglesia acepta esa responsabilidad que Cristo le ha conferido, e invita a todos los seres humanos a acercarse a Dios, convertirse y rehacer sus vidas. Para ello lo que el hombre puede aportar a su conversión, es no sólo reconocer que ha obrado mal, sino que es pecador y que necesita redimirse y transformarse según el modelo propuesto en el Evangelio.
Ahora bien, ¿qué nos pide el Evangelio? Jesucristo resume la Ley de Dios en el conocido precepto de «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y amarás al prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22,37-39). Por supuesto amar a Dios supone aceptar sus mandamientos y guardarlos (cf. Jn 14,21). No aceptar esto, es decir no abrirnos hacia Dios y el prójimo en una actitud de amor es lo que es el pecado.
El pecado tiene una doble dimensión: ética y religiosa. La dimensión ética constituye el contravalor (por ejemplo la injusticia) que el hombre acepta e incluye en su vida. Este aspecto de contravalor hace que también sea pecado el amor no rectamente ordenado y así el adulterio, aunque se haga por amor, lleva en sí los contravalores de infidelidad e injusticia.
La dimensión religiosa aparece como ruptura consciente y voluntaria de la relación con Dios y con la comunidad eclesial, como sucede con el pecado mortal, si bien la mayor parte de nuestros pecados son leves, veniales o cotidianos y suponen no una ruptura, sino simplemente un debilitamiento de nuestra actitud fundamental de amor.
El Concilio de Trento nos dice: «Entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados (Jc 5,16 1Jn 1,9 Lc 17,14), y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo [Can. 7], porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos (Mt 16,19 Mt 18,18 Jn 20,23) a los sacerdotes, como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubieren caído los fieles de Cristo, y quienes por la potestad de las llaves, pronuncien la sentencia de remisión o retención de los pecados. Consta, en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer la causa, ni guardar la equidad en la imposición de las penas, si los fieles declararan sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno.» (D. 899; DS. 1679).
«De aquí se colige que es necesario que los penitentes refieran en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen de sí mismos» (D. 900; DS. 1680».
Queda por tanto claro que si yo tengo un pecado mortal, no me queda más remedio que arrepentirme y confesarme ante un sacerdote, si quiero que Dios me perdone. El sacramento de la Penitencia es un sacramento y la Iglesia no tiene poder para derogarlo.
Pedro Trevijano, sacerdote